Page 75 - El toque de Midas
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mí, los vendedores al menudeo nos apalearon a partir de los precios. ¿Por qué habrían de pagar más
dinero por mi producto si podían conseguir lo mismo de otro tipo que cobraba un dólar menos?
Sin embargo, cuando nos involucramos en el negocio del rock and roll, y comenzamos a
capitalizar las marcas, la gente estuvo dispuesta a pagar el precio que pedíamos. Lo único que nos
preguntaban en las tiendas, era: “¿En cuánto tiempo nos pueden traer los productos?” Pink Floyd no
le daba la licencia de su marca a cualquier persona y, en consecuencia, un artículo que portaba el
nombre de la banda, valía más que uno que no.
El hecho de convertirnos en licenciatarios de reconocidísimas bandas de rock, nos proveyó
exclusividad dentro de un mercado masivo a nivel mundial. Nuestros únicos competidores eran los
piratas, los delincuentes que se paraban afuera de los conciertos y les vendían a los fanáticos
productos sin licencia cuando salían de ver a su banda preferida. Esos piratas no eran muy distintos a
la persona que me había vendido el Rolex falso. Los piratas ofrecen sus productos llenos de
nerviosismo, al mismo tiempo que voltean por encima del hombro para cuidarse de que los guardias
no los atrapen y les quiten la mercancía antes de que logren ganarse unos dólares. Por supuesto, como
criminales que son, siempre están a la espera de que los detengan.
Al mismo tiempo, mi compañía estaba vendiendo productos con licencias legales de las bandas
de rock, dentro de las salas de concierto. También distribuíamos nuestros productos en tiendas de
música y departamentales en todo el mundo. Éramos un negocio legítimo porque nosotros también lo
éramos. No éramos piratas. De repente, mi Rolex de cinco dólares volvía para recordarme la lección
fundamental sobre la importancia de ser legítimo, de obedecer las reglas del juego y aprender a
controlar el poder de las marcas reales.
No se trataba solamente de dinero
Trabajar con las bandas de rock me dio una visión profunda de la relación entre un grupo, su música
y sus seguidores. Se trataba de un vínculo personal, no sólo de una transacción monetaria. Como las
bandas ya tenían una relación con sus fanáticos, vender sus productos licenciados fue muy sencillo.
De hecho, ni siquiera tuvimos que esforzarnos en hacerlo porque la gente estaba sumamente
interesada en comprar. En los conciertos, los fanáticos se formaban para comprar cualquier artículo
que tuviera impreso el nombre de la banda. Bueno, “se formaban” en realidad no es una descripción
muy precisa porque, más bien, tendrías que imaginarte el frenesí que se apodera de un tiburón
hambriento. Los fanáticos se amontonaban alrededor de las mesas, agitaban sus tarjetas de crédito o
nos entregaban un montón de billetes, y exclamaban: “Quiero uno de esos, dos de aquellos y… ¿te
quedan todavía de los otros? En ese caso, los quiero”. La gente quería llevarse a casa un pedacito de
Pink Floyd, Duran Duran, The Police y de otros artistas a quienes adoraban. Su deseo era que esas
bandas y sus marcas, se convirtieran en parte de sus vidas.
Las distintas bandas tenían diferentes tipos de seguidores. Eran clientes únicos con quienes los
músicos debían ser genuinos. Por ejemplo, los fanáticos de Duran Duran no eran iguales a los de
Judas Priest, Van Halen o Boy George. Vestían de manera diferente y usaban un lenguaje distinto. La
cuestión es que actuaban y se comportaban de otra manera. Asimismo, si una banda se traicionaba a
sí misma, a su música y a sus clientes, el negocio se desplomaba de inmediato. Las ventas se
dificultaban y las ganancias iban en decremento. Si la banda sacaba un álbum que confundía a los
seguidores, nosotros lo notábamos. También nos dábamos cuenta cuando el siguiente disco contenía
canciones que se volvían éxitos inmediatos entre los fanáticos y, con eso, los músicos se