Page 76 - El toque de Midas
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reivindicaban  y  el  negocio  remontaba  de  nuevo.  ¡Justamente  a  eso  me  refería  al  hablar  de  la
  retroalimentación que te da el mercado!
        Go-Go’s, la banda de chicas, era una de mis favoritas. Me encantaba su música, su apariencia

  sexy y sus seguidores. Sin embargo, el problema fue que las fanáticas de Go-Go’s no compraban mis
  productos: estaban dirigidos a chavos y hombres jóvenes, y por eso dejé de trabajar con ellas a pesar
  de que adoraba su música y la marca en sí.


  El fin del rock and roll

  Mi romance con el mundo del rock llegó a su fin en 1984. A pesar de que yo seguía encantado con la

  música, el negocio ya había dado de sí. Algo en mi interior estaba cambiando. Me sentía inquieto,
  irritable e impaciente. Creí que había aprendido la lección del poder de las marcas y llegaba el
  momento de moverme.
        Un día, en una visita a las fábricas que tenía en Corea y Taiwán, una experiencia cambió todo

  para mí. Fue algo que noté y ya no pude continuar. Descubrí que ahí trabajaban niños y niñas en
  húmedas y calurosas maquilas para manufacturar los productos del rock and roll que tan rico me
  habían vuelto. Comprendí que para producir toda esa riqueza, los jóvenes llevaban mucho tiempo
  mermando su salud.

        El capataz había construido, en un cuarto de dimensiones ordinarias, dos pisos. Debido a eso,
  en lugar de que los trabajadores tuvieran un espacio de poco más de dos metros, se veían forzados a
  trabajar en cuclillas en apenas un metro veinte. Los muchachitos estaban agachados, colocando los
  logos de las bandas sobre la tela con serigrafía. Eso los obligaba a inhalar los gases tóxicos que

  emitían las telas y las tintas, a unos cuantos centímetros de sus rostros. Respirar aquellos gases era
  mucho peor que inhalar pegamento o pintura en aerosol, como hacen algunos jóvenes en Occidente
  para drogarse. Por si fuera poco, aquellos niños trabajaban entre ocho y diez horas diarias. Todos
  los días.

        En  otro  cuarto,  había  varias  hileras  de  chiquillas  cosiendo  sombreros  y  billeteras  para
  convertirlos en artículos de bandas de rock. Cuando el capataz de la maquila me ofreció tomar a
  cualquiera de las muchachas para tener relaciones sexuales con ella, la música murió para mí. En ese
  momento me salí del negocio de manufactura.

        Al ver que las vidas de cientos de niños estaban siendo destruidas a cambio de un cheque, me
  pregunté: “¿Estoy haciendo algún bien? ¿Mis productos ofrecen algún beneficio? ¿De qué manera
  hacen que el mundo sea un mejor lugar para vivir? ¿Qué valor le añaden a la vida?” Y como no tuve
  respuestas positivas, comprendí la verdad.

        Comprendí que era tiempo de encontrar lo que yo representaba y me importaba. Había llegado
  el momento de saber quién era y por qué valía la pena que estuviera vivo.
        En  diciembre  de  1984,  Kim  y  yo  abandonamos  Hawai  con  dos  maletas  y  nada  más.  Nos
  mudamos a San Diego, California. Era el comienzo de nuestra vida como maestros. Enseñaríamos a

  otras personas a convertirse en empresarios y a dejar de ser empleados, como aquellos niños de las
  maquilas.  Kim  y  yo  seríamos  maestros,  pero  no  pensábamos  pertenecer  al  sistema  educativo
  tradicional.  Eso  significaba  que  no contaríamos  con  apoyo  gubernamental  ni  credibilidad.  Las
  escuelas tradicionales no nos respaldarían y, por lo tanto, dependeríamos de nuestra reputación, de

  realizar  un  buen  trabajo brindarles  a  los  estudiantes  lo  que  requerían.  Si  lo  hacíamos  bien,  ellos
  serían nuestra publicidad, si no, no tendríamos ingresos.
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