Page 249 - Luna de Plutón
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AMÉN
Panék se hallaba sentado en una silla de respaldo altísimo, frente a él, estaba un
elegante y enorme escritorio casi vacío. El Shah se encontraba solo y lo único que lo
acompañaba eran una pluma y una hoja de papel frente a sí, donde sellaría el destino
de Metallus del Titanium, el rey de los ogros. Había estado despierto toda la noche,
sorprendiéndose a sí mismo de la velocidad del tiempo, y de lo mucho que había
pensado al respecto, pensamientos que ahora habían quedado perdidos en el espacio
reciclándose.
Metallus había dado la orden clara de que los soldados debían aceptar la decisión
de Panék, sea cual fuere. Esto, sin embargo, no le preocupaba al Shah, quien se había
pasado más tiempo pensando en Claudia, el león y también en Hathor que en la
armada de los ogros. Panék se inclinaba a castigar a Metallus, a castigarlo él mismo,
quitándole la vida. Pero esa decisión cambiaría radicalmente la forma en que muchos
lo verían, al principio, no le preocupó este detalle, pero ahora, siete días después de
que los ogros hubieran aterrizado en Hamíl, y que estos, contra todo pronóstico, se
ganasen la simpatía de los pobladores, había hecho que aquello se convirtiese en un
problema grave. No habría motines, no habría peros, pero sí quedarían recuerdos, sí
quedarían cicatrices. Panék vivía con demonios muy poderosos, pero el resto de los
elfos no, el resto de los elfos seguían pensando como elfos, y seguían razonando con
la misma mística de los elfos.
Y esto lo hacía sentirse sucio. Se hallaba a sí mismo dándose cuenta de que estaba
por deliberar sobre un castigo impuesto por su yo activo y no por su yo como
representante de la Justicia. Se hallaba a sí mismo dándose cuenta de que estaba
siendo un verdugo político. Titán tenía ciudades inmensas, verdaderas metrópolis
maravillosas, algunas consideradas las mejores y más grandes de todo el Sistema
Solar, pero el centro de poder, por más extraordinario y extraño que fuese, confluía en
Hamíl. Él era el Shah de los elfos, el comandante en jefe, y su poder sobresalía incluso
por encima del de los políticos, a quienes había ordenado no presentarse en el pueblo.
El progreso hacía que cada vez fuera más difícil mantenerlos a raya. Ellos eran
pacifistas, eran elfos. Pero esto no le importaba en el fondo. Era demasiado tarde para
que pudieran detenerlo de su decisión.
Tomó la pluma, la mojó en tinta y, justo cuando iba a escribir su sentencia,