Page 232 - Cementerio de animales
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de la Orinco por la vida de su hijo, él y Rachel —que tenía todo el pelo gris, aunque
           se  tapaba  las  canas  con  champú  colorante—  vieron  con  orgullo  cómo  su  hijo
           conquistaba una medalla de oro para Estados Unidos. Cuando las cámaras de la NBC

           se acercaron para captar un primer plano de Gage, con la cabeza erguida, reluciente y
           chorreando  y  los  ojos  serenos  puestos  en  la  bandera  mientras  sonaba  el  himno
           nacional, con la cinta al cuello y el oro sobre la suave piel de su pecho, Louis lloró.

           Lloraron los dos, él y Rachel.
               —Esto  es  soberbio  —dijo  él,  volviéndose  hacia  su  esposa  para  abrazarla,
           emocionado. Pero ella le miraba con horror, y su rostro envejecía a ojos vistas, como

           macerado por días, meses y años de dolor. Los sones del himno se apagaron y cuando
           Louis volvió a mirar al televisor vio a otro muchacho, un muchacho negro, con la
           cabeza llena de apretados rizos en los que aún brillaban las gotas de agua.

               «Esto es soberbio.»
               «Pero, ¿y mi hijo?»

               «¡Ay, Dios mío, su gorra está llena de sangre!»



                                                            * * *



               Louis despertó abrazado a la almohada. Eran las siete de la mañana de un día
           lluvioso  y  fresco.  Los  latidos  del  corazón  le  retumbaban  en  la  cabeza
           monstruosamente. El dolor apretaba y cedía, apretaba y cedía. Eructó un ácido con

           sabor  a  cerveza  pasada  y  se  le  revolvió  el  estómago.  Había  llorado  en  sueños,  la
           almohada estaba húmeda. Porque, mientras soñaba, una parte de él sabía la verdad y
           lloraba.

               Se levantó y fue al baño dando traspiés. El corazón le galopaba. La fuerte resaca
           le impedía pensar con claridad. Llegó al retrete justo a tiempo y vomitó un torrente de
           cerveza de la víspera.

               Se quedó arrodillado, con los ojos cerrados, hasta que se sintió con fuerzas para
           ponerse en pie. Buscó a tientas el tirador y descargó el depósito. Luego, se acercó al

           espejo, para ver si tenía los ojos muy irritados; pero el espejo estaba cubierto por un
           paño. Entonces se acordó. Rachel, dejándose llevar por costumbres de un pasado que
           decía no recordar, había tapado todos los espejos de la casa, y se descalzaba antes de
           entrar.

               Nada  de  equipo  olímpico  de  natación,  pensó  Louis,  volviendo  a  la  cama  y
           sentándose en el borde del colchón. El sabor agrio de la cerveza le recubría toda la

           boca y la garganta, y se juró a sí mismo (no era la primera vez, ni sería la última) que
           nunca más probaría aquel veneno. Ni equipo olímpico de natación, ni matrícula en los
           exámenes, ni novia católica, ni conversión, ni campamento de verano, ni nada. Las
           zapatillas, arrancadas de los pies; la chaqueta, vuelta del revés; su cuerpo, robusto y




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