Page 237 - Cementerio de animales
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Por la noche llegó una nueva remesa de nubes, empujada por un fuerte viento del
oeste. Louis se puso la cazadora, subió la cremallera y descolgó las llaves del Civic
de su gancho de la pared.
—¿Adonde vas, Lou? —preguntó Rachel sin mucho interés. Después de la cena,
empezó a llorar otra vez y, aunque era un llanto suave, parecía no poder parar, por lo
que Louis la obligó a tomar otro Valium. Ahora estaba sentada, con el periódico
delante, abierto por la página del crucigrama apenas empezado. En la otra habitación,
Ellie miraba en silencio «La casa de la pradera» con la fotografía de Gage en las
rodillas.
—A tomar una pizza.
—¿No comiste lo suficiente?
—Es que no tenía hambre —respondió él, diciendo la verdad. Y añadió mintiendo
—: Ahora la tengo.
Aquella tarde, de tres a seis, en la casa de Ludlow había tenido lugar el último rito
fúnebre por Gage. Era el rito de la comida. Steve Masterton y su esposa se
presentaron con una cacerola de hamburguesas con fideos. Miss Charlton les llevó
quiche. «Se guardará hasta que la necesitéis, si no se la terminan ahora —dijo a
Rachel—. La quiche se puede calentar fácilmente.» Los Danniker, de más arriba de la
carretera, llevaron un jamón cocido. Los Goldman —ninguno dirigió la palabra a
Louis, ni siquiera se acercó a él, lo cual no le causó ningún disgusto— se presentaron
con un surtido de fiambres y queso. Jud también llevó queso, una rueda de su marca
favorita, Mr. Rat. Missy Dandridge llevó un pastel de lima y Surrendra Hardu,
manzanas. Por lo visto, el rito de la comida saltaba por encima de las barreras de la
religión.
La reunión fue sosegada, pero no apagada. Se bebió menos que en una reunión
corriente, pero se bebió. Después de unas cuantas cervezas (la noche antes juró no
volver a probar el brebaje, pero a la fría luz de la tarde la noche antes se le antojaba
increíblemente lejana) Louis pensó en referir varias anécdotas fúnebres que le oyera
al tío Carl: como la de que, en los entierros sicilianos, las solteras solían cortar un
trocito del sudario para dormir con él debajo de la almohada, porque creían que eso
les daría suerte en el amor. O que en los funerales irlandeses se celebraban bodas de
mentirijillas, y que al difunto se le ataban los dedos gordos de los pies porque, según
una vieja creencia celta, ello impedía que el espíritu del muerto echara a andar. El tío
Carl decía que la costumbre de atar las etiquetas de identificación al dedo gordo del
cadáver se inició en Nueva York y, puesto que, en un principio, casi todos los que
trabajaban en los depósitos eran irlandeses, él estaba convencido de que la cosa tenía
su origen en aquella superstición. Luego, al mirarles la cara, pensó que tal vez los
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