Page 234 - Cementerio de animales
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               Gage fue enterrado a las dos de la tarde. Ya había dejado de llover. Unas nubes
           desgarradas pasaban sobre el cementerio y la mayoría de los asistentes llegaron con

           paraguas al brazo, proporcionados por la funeraria.
               A petición de Rachel, el director de la funeraria, que celebró la breve ceremonia
           del entierro, exenta de sectarismo, leyó el pasaje de san Mateo que empieza: «Dejad

           que  los  niños  se  acerquen  a  mí.»  Louis,  que  estaba  a  un  lado  de  la  tumba,
           contemplaba  a  su  suegro,  situado  frente  a  él.  Goldman  sostuvo  su  mirada  un

           momento y bajó los ojos. Hoy no le quedaban ganas de pelea. Las bolsas que tenía
           debajo de los ojos parecían sacas de correo y en torno a su bonete de seda negra el
           viento alborotaba unos pelillos blancos y finos como hilos de telaraña. Con su barba
           entrecana sombreándole las mejillas estaba más judío que nunca. A Louis le daba la

           impresión del hombre que no sabe exactamente dónde está. Por más que se esforzaba,
           Louis no podía sentir piedad.

               El pequeño ataúd blanco de Gage —era de suponer que con el cerrojo reparado—
           descansaba  sobre  unas  guías  cromadas  colocadas  encima  de  las  placas  de
           recubrimiento. Los bordes de la fosa estaban alfombrados de césped sintético de un
           verde  tan  chillón  que  dañaba  la  vista.  Sobre  esta  superficie  artificial  e

           incongruentemente  alegre,  se  habían  colocado  varias  canastillas  de  flores.  Louis
           miraba por encima del hombro del director de la funeraria. Había allí una pequeña

           elevación cubierta de tumbas, parcelas familiares y un monumento románico con el
           nombre de PHIPPS grabado en él. Justo por encima del tejado inclinado de PHIPPS
           se veía una franja amarilla. Louis se preguntó qué sería. Siguió mirándola después de
           que  el  director  dijera:  «Inclinemos  la  cabeza  para  orar  un  momento.»  Louis  tardó

           varios minutos, pero lo consiguió. Era una pala mecánica. Estaba aparcada al otro
           lado  de  la  elevación,  para  que  los  asistentes  al  entierro  no  la  vieran.  Y,  una  vez

           terminada la ceremonia, Oz aplastaría el cigarrillo con el tacón de su teggible bota,
           echaría  la  colilla  en  el  recipiente  que  llevara  encima  (los  sepultureros  que  eran
           sorprendidos arrojando colillas al suelo solían ser despedidos sumariamente: causaba

           mala impresión; muchos de los clientes habían muerto de cáncer de pulmón), subiría
           a  su  máquina,  la  pondría  en  marcha,  y  privaría  a  su  hijo  de  la  luz  del  sol  para
           siempre… o por lo menos hasta el día de la resurrección.

               "Resurrección…, ah, toda una palabra"
               ("que tú deberías olvidar cuanto antes, y bien lo sabes").
               Cuando el director de la funeraria dijo «Amén», Louis tomó del brazo a Rachel y

           se la llevó de allí. Ella murmuró una protesta —quería quedarse un poco más, Louis,
           por  favor—,  pero  Louis  se  mantuvo  firme.  Fueron  hacia  los  coches.  Vio  que  el
           director de la funeraria recogía los paraguas con el nombre de la empresa grabado



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