Page 227 - Cementerio de animales
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Timmy!  ¡Basta!»  Pero  Timmy  no  le  hacía  caso.  Dijo  algo  malo  de  Hannibal  y
           también  de  mí,  y  entonces  estaba…  frenético.  Sí,  estaba  rabioso  y  daba  gritos.  Y
           nosotros empezamos a andar hacia atrás y luego a correr, arrastrando a George al que

           se le habían torcido las correas de la pierna y la tenía vuelta del revés, con el zapato
           hacia atrás.
               »La última vez que vi a Timmy Baterman estaba en el jardín de atrás, al lado del

           tendedero, con la cara roja a la luz del último sol de la tarde, y aquellas señales, y el
           pelo erizado y lleno de polvo…, y se reía y chillaba una y otra vez: «¡El patapalo! ¡Y
           el  cornudo!  ¡Y  el  putañero!  ¡Adiós,  señores!  ¡Adiós!  ¡Adiós!»  Y  se  reía,  pero  en

           realidad lo que hacía era chillar… Algo dentro de él… chillaba y chillaba.
               Jud se detuvo, jadeando.
               —Jud —dijo Louis—, lo que Timmy Baterman dijo de ti, ¿era verdad?

               —Era verdad —murmuró Jud—. ¡Caray! Era verdad. De vez en cuando, yo iba a
           un prostíbulo de Bangor. No es cosa que no hayan hecho muchos hombres, aunque

           supongo  que  tampoco  faltan  los  que  no  se  apartan  del  camino  recto.  De  vez  en
           cuando, me entraba el deseo, o quizá el impulso, de hacerlo con una desconocida. O
           de  pagar  para  que  me  hicieran  lo  que  uno  no  se  atreve  a  pedirle  a  la  esposa.  Al
           hombre también le gusta cultivar su jardín, Louis. No era tan terrible lo que hacía, y

           no he vuelto desde hace ocho o nueve años. Y Norma no me hubiera abandonado, de
           haberse enterado. Pero algo hubiera muerto dentro de ella. Algo dulce y precioso.

               Jud tenía los ojos irritados, hinchados y legañosos. «Las lágrimas de los viejos
           son muy poco hermosas», pensó Louis. Pero cuando Jud buscó a tientas la mano de
           Louis, éste se la estrechó firmemente.
               —Sólo nos dijo lo malo —continuó al cabo de un momento—. Sólo lo malo. Bien

           sabe Dios que hay muchas cosas malas en la vida de todo hombre. Dos o tres días
           después,  la  esposa  de  Alan  Purinton  se  fue  de  Ludlow  para  siempre,  y  los  que  la

           vieron antes de que subiera al tren decían que llevaba dos buenos cardenales y el
           trasero forrado de algodón. Alan no quiso decir ni una palabra del asunto. George
           murió en 1950, y si dejó algo a sus nietos, yo no me enteré. Hannibal fue cesado del
           cargo por algo parecido a aquello de lo que Timmy Baterman le había acusado, no te

           diré lo que era exactamente, porque no viene al caso, pero algo así como apropiación
           indebida de fondos del municipio. Incluso se habló de procesarlo por estafa, pero no

           llegaron  a  hacerlo.  Bastante  castigo  fue  la  pérdida  del  cargo,  con  lo  que  a  él  le
           gustaba darse importancia.
               »Pero, en todos aquellos hombres, también había cosas buenas. Y eso es lo que la

           gente suele olvidar. Fue Hannibal el que abrió la suscripción para el Hospital General
           del  Este,  poco  antes  de  la  guerra.  Alan  Purinton  era  uno  de  los  hombres  más
           desinteresados y generosos que he conocido. Y el viejo George Anderson no quería

           más que seguir siendo toda la vida el jefe de correos.




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