Page 259 - Cementerio de animales
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A  medida  que  aumentaba  el  precio  de  la  gasolina,  los  Creed  usaban  cada  vez
           menos el coche grande tipo furgoneta. Además, tenía el cojinete de una rueda en mal
           estado y Louis había ido aplazando la reparación, en parte por no desembolsar los

           doscientos dólares y en parte por pereza. Ahora le hubiera convenido usar el viejo
           mastodonte, pero no podía arriesgarse a tener una avería. El Civic tenía el maletero
           muy pequeño, y Louis no quería volver a Ludlow con un pico y una pala a la vista.

           Jud Crandall tenía un buen par de ojos y una cabeza despejada. Enseguida adivinaría
           sus propósitos.
               Entonces se le ocurrió que no tenía por qué regresar a Ludlow. Louis volvió a

           Bangor por el puente Chamberlain y se instaló en el motel Howard Johnson, en la
           carretera de Odlin, cerca del aeropuerto y del cementerio Pleasantview donde estaba
           enterrado su hijo. Se inscribió con el nombre de Dee Dee Ramone y pagó en efectivo.

               Louis  se  echó  en  la  cama  y  trató  de  dormir,  diciéndose  que  agradecería  aquel
           descanso. En palabras de un novelista del siglo pasado, le aguardaba una noche de

           ímprobo trabajo: el trabajo de toda una vida.
               Pero su cerebro no quería reposo.
               Louis estaba echado en la cama de un motel cualquiera, bajo un cuadro vulgar de
           barcas  pintorescas  amarradas  a  un  muelle  pintoresco  de  un  puerto  pintoresco  de

           Nueva Inglaterra. Estaba vestido, pero sin los zapatos y con las manos en la nuca. En
           la  mesita  de  noche  había  dejado  la  cartera,  el  dinero  suelto  y  las  llaves.  Aquella

           sensación de frialdad persistía; se sentía totalmente desconectado de su familia, de su
           entorno habitual y hasta de su trabajo. El motel hubiera podido estar en cualquier
           lugar: en San Diego, en Duluth, en Bangkok o en Charlotte Amalie. Se hallaba en una
           especie de tierra de nadie y, de vez en cuando, cruzaba por su mente un pensamiento

           asombroso: antes de volver a ver aquellas caras y lugares conocidos, habría visto a su
           hijo.

               Repasaba  su  plan  una  y  otra  vez.  Lo  examinaba  desde  todos  los  ángulos,
           buscando posibles fallos y puntos débiles. Y se daba cuenta de que estaba avanzando
           por una estrecha pasarela tendida sobre el abismo de la locura. Le envolvía un aire de
           locura que ponía en sus oídos un aleteo de aves nocturnas de grandes ojos dorados:

           iba a precipitarse en la locura.
               Resonaron en su pensamiento, como en un sueño, los versos de Tom Rush: "O

           death your hands are clammy / I feel them on my knees / you came and took my
                                                           [6]
           mother / won't you come back after me?"  .
               La locura. Locura alrededor, muy cerca, acechando.

               Louis caminaba por el filo de la razón, repasando los detalles del plan.
               Hoy, alrededor de las once de la noche, excavaría la tumba de su hijo, levantaría

           con la cuerda las cubiertas de hormigón, sacaría el cuerpo de su hijo del ataúd, lo
           envolvería en un trozo de lona y lo pondría en el maletero del Civic. Cerraría el ataúd




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