Page 337 - Cementerio de animales
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—¿Gage?
               Nada. No se oía ni el tictac del reloj de la sala. Nadie le había dado cuerda aquella
           mañana.

               Pero había huellas de barro en el suelo.
               Louis entró en la sala. Olía a tabaco frío y rancio. Vio la mecedora de Jud delante
           del  mirador.  Estaba  ladeada,  como  si  se  hubiera  levantado  bruscamente.  Había  un

           cenicero en el alféizar de la ventana, con un perfecto cilindro de ceniza.
               «Jud  estuvo  aquí  sentado  vigilando.  ¿Vigilando  el  qué?  Vigilando  la  carretera,
           desde luego, para verme llegar. Pero no me vio. Lo cierto es que no me vio.»

               Louis  vio  las  cuatro  latas  de  cerveza  bien  alineadas.  No  eran  suficiente  para
           hacerle dormir, pero tal vez se levantó para ir al cuarto de baño. De todos modos,
           demasiada casualidad.

               Las huellas se acercaban al sillón. Mezcladas con las huellas humanas, se veían
           otras,  más  borrosas,  de  patas.  Como  si  Church  hubiera  pisado  el  barro  que  iban

           dejando los pequeños zapatos de Gage. Luego, las huellas se dirigían hacia la puerta
           oscilante de la cocina.
               Con el corazón desbocado, Louis siguió el rastro.
               Al abrir la puerta, vio los pies de Jud, su viejo mono verde, la camisa de franela a

           cuadros.  El  anciano  estaba  tendido  con  las  piernas  abiertas  en  un  gran  charco  de
           sangre que empezaba a secarse.

               Louis se tapó los ojos con los puños, como si quisiera destrozarse la vista. Pero
           no podía; veía unos ojos, los ojos de Jud, abiertos, acusándole, tal vez acusándose a sí
           mismo, por haber provocado todo aquello.
               «Pero ¿fue él quien empezó? —se preguntó Louis—. ¿Fue él realmente?»

               A Jud se lo dijo Stanny B., y a Stanny B. se lo dijo su padre, y al padre de Stanny
           B. se lo dijo su padre, el último traficante en pieles que negociaba con los indios, un

           francés de las tierras del norte, de la época en que Franklin Pierce era presidente.
               —Oh, Jud, lo siento —susurró Louis.
               Los ojos de Jud le miraban inexpresivamente.
               —Lo siento mucho —repitió Louis.

               Sus pies parecían moverse automáticamente, y su pensamiento volvió de pronto
           al día de Acción de Gracias, al pavo que Norma preparó para la comida que los tres

           celebraron alegremente, los dos hombres, con cerveza y ella, con un vasito de vino
           blanco,  sobre  el  mantel  blanco  que  ella  sacó  del  cajón  de  abajo,  como  él  lo  sacó
           ahora; sólo que ella lo puso en la mesa, fijándolo con bonitos candelabros de peltre,

           mientras que él…
               Louis vio inflarse la tela sobre el cuerpo de Jud, cubriendo piadosamente la cara
           muerta. Casi inmediatamente, pequeños pétalos escarlata aparecieron en aquel campo

           blanquísimo.




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