Page 342 - Cementerio de animales
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               Steve Masterton dobló la curva que quedaba frente a la casa de Louis y enseguida
           vio  el  humo.  Pero  no  salía  de  casa  de  Louis,  sino  de  enfrente,  donde  vivía  el

           vejestorio.
               Venía porque estaba preocupado por Louis, muy preocupado. Miss Charlton le
           había hablado de la llamada de Rachel, y él empezó a hacer cábalas acerca de lo que

           pudiera estar planeando Louis.
               Era  una  preocupación  vaga,  pero  persistente.  No  estaría  tranquilo  hasta

           cerciorarse  de  que  todo  estaba  bien…  Todo  lo  bien  que  cabía  esperar,  dadas  las
           circunstancias.
               El  tiempo  primaveral  había  vaciado  la  enfermería  como  por  arte  de  magia,  y
           Surrendra le dijo que podía marcharse, que él se encargaría de lo que se presentara. Y

           Steve había montado en su Honda que tuvo hibernando en el garaje hasta el fin de
           semana anterior, y puesto rumbo a Ludlow. Tal vez apretaba la moto un poco más de

           lo estrictamente necesario, pero la inquietud no le abandonaba; era algo que le roía el
           estómago. Y luego estaba la absurda sensación de que iba a llegar tarde. Era estúpido,
           desde luego, pero no conseguía dominar un hormigueo parecido al que sintió el otoño
           anterior, cuando ocurrió lo de Pascow: era casi como un chasco. Steve no era hombre

           religioso, ni mucho menos (en la universidad fue socio de la Sociedad Atea durante
           dos semestres y si se borró fue porque el tutor le dijo —confidencialmente, desde

           luego—  que  ello  podía  mermar  sus  posibilidades  de  conseguir  una  beca),  pero
           reconocía  que  estaba  tan  sujeto  como  cualquier  otro  mortal  a  esas  condiciones
           biológicas o biorrítmicas que podían interpretarse como presentimientos, y de algún
           modo la muerte de Pascow pareció marcar la pauta para todo el año. Que no había

           sido bueno precisamente. Dos parientes de Surrendra habían sido encarcelados en su
           país por cuestiones políticas, y Surrendra le había dicho que seguramente uno de ellos

           —un tío al que quería mucho— ya habría muerto. Surrendra lloraba al decírselo, y las
           lágrimas  de  aquel  indio,  de  ordinario  tan  jovial,  impresionaron  profundamente  a
           Steve.  Y  la  madre  de  Miss  Charlton  había  sufrido  una  mastectomía  radical,  y  la

           enérgica enfermera-jefe no se sentía muy optimista respecto a las posibilidades de su
           madre de no sufrir una recaída. El propio Steve había asistido a cuatro entierros desde
           la  muerte  de  Pascow;  una  cuñada,  muerta  en  accidente  de  carretera;  un  primo,

           electrocutado  al  intentar  subir  a  un  poste  de  la  electricidad  por  una  apuesta;  un
           abuelo, y el chico de Louis, desde luego.
               Steve  apreciaba  sinceramente  a  Louis  y  quería  asegurarse  de  que  estaba  bien.

           Últimamente había pasado un infierno. Al ver el humo, lo primero que pensó fue:
           otra cosa que agradecer a Víctor Pascow que, al morir parecía haber desencadenado
           una racha de mala suerte para aquella pobre gente. Pero esto era una estupidez, y la



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