Page 338 - Cementerio de animales
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—Lo siento —dijo por tercera vez—. Lo s…
Entonces algo se movió en el piso de arriba, se oyó un roce y la palabra se le
quedó en los labios. Fue un ruido leve y sigiloso, pero deliberado. Oh, sí, estaba
seguro. Un sonido producido para que él lo oyera.
Sus manos querían temblar, pero él no lo permitió. Se acercó a la mesa de la
cocina, cubierta con su mantel de hule a cuadros, y metió la mano en el bolsillo. Sacó
otras tres jeringuillas Becton—Dickinson, rasgó los envoltorios y las dejó
cuidadosamente alineadas. Luego las llenó de morfina suficiente para matar a un
caballo —o al toro "Hanratty", si era necesario— y volvió a guardarlas en el bolsillo.
Salió de la cocina, cruzó la sala y, desde el pie de la escalera, llamó:
—¿Gage?
De las sombras del piso de arriba brotó una risa apagada, una risa fría y sin
alegría que puso un hormigueo en la espalda de Louis.
Empezó a subir la escalera.
Fue una ascensión muy larga. Igual de larga (y horriblemente corta) debía de
parecer la escalera del cadalso al condenado que la subía con las manos atadas a la
espalda, sabiendo que cuando no pudiera seguir silbando se mearía.
Por fin llegó arriba y se paró mirando la pared, con una mano en el bolsillo.
¿Cuánto rato estuvo así? No lo sabía. Ahora notaba cómo empezaba a resquebrajarse
su razón. Era una sensación casi física. Era interesante. Imaginaba que así podría
sentirse un árbol (suponiendo que los árboles sintieran) cargado de una gran masa de
hielo, poco antes de ser tronchado por el vendaval. Resultaba interesante… y hasta
divertido.
—Gage, ¿quieres ir a Florida conmigo? —gritó al fin.
Otra vez la risa.
Louis se volvió y se encontró con el cuadro de su mujer —a la que un día él
llevara una rosa entre los dientes— tendida en medio del pasillo, muerta. Tenía las
piernas abiertas, al igual que Jud y la espalda y la cabeza apoyadas contra la pared.
Parecía una mujer que se hubiera quedado dormida mientras leía en la cama.
Louis se acercó a ella.
«Hola, amor mío —pensó—, has vuelto a casa.»
La sangre había salpicado el papel de la pared de garabatos estúpidos. La habían
apuñalado una docena de veces, o tal vez dos. Su bisturí había hecho el trabajo.
De pronto, la vio, la vio realmente, y Louis Creed se puso a gritar.
Sus gritos resonaban en las paredes de aquella casa, en la que ahora sólo la
muerte vivía y andaba. Con los ojos desorbitados, la cara lívida, el pelo erizado,
Louis gritaba. Los sonidos que salían de su garganta congestionada eran como las
campanas del infierno, unos gritos terribles que marcaban la pérdida no del amor,
sino de la razón. De pronto, en su cerebro irrumpieron a un tiempo todas aquellas
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