Page 212 - El cazador de sueños
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sospechaba que se estaba fijando en todos y cada uno de los saludos abortados, y
           tomando nota de todos los soldados que sucumbían al automatismo en detrimento de
           las  instrucciones.  El  otro  asiento,  el  de  la  izquierda  de  Kurtz,  estaba  ocupado  por

           Freddy Johnson, subordinado suyo desde los tiempos en que el arca de Noé encallaba
           en el monte Ararat. Johnson era otro de los que habían estado en Bosanski, y cabía
           suponer  que  hubiera  dado  el  parte  a  su  superior,  en  vista  de  que  Kurtz  no  había

           podido montar en su querido caballo phooka por culpa de la hernia.
               En  junio  del  95,  la  fuerza  aérea  estadounidense  había  perdido  un  piloto  de
           reconocimiento cerca de la frontera croata. Los serbios dieron mucho bombo al avión

           del capitán Tommy Callahan, y más bombo le habrían dado al propio capitán, en caso
           de  encontrarle;  los  jefazos,  que  tenían  presente  el  recuerdo  de  los  vietnamitas  del
           norte enseñando (¡y con qué felicidad!) pilotos enemigos a la prensa internacional

           (previo lavado de cerebro), dieron prioridad al asunto Tommy Callaban.
               Justo cuando la expedición de búsqueda se disponía a tirar la toalla, Callaban les

           envió por radio una señal de baja frecuencia. Su novia del instituto les facilitó un
           detalle  que  sirvió  para  identificar  al  capitán:  éste  confirmó  que  sus  amigos  le
           llamaban  «el  Vomitón»  desde  tercero  de  instituto,  después  de  una  borrachera
           descomunal.

               Los chicos de Kurtz salieron en busca de Callaban en dos helicópteros mucho
           menores  que  cualquiera  de  los  que  aguardaban  el  despegue  en  la  base.  Estaba  al

           mando Owen Underhill, a quien consideraban ya todos (incluido él mismo, suponía el
           propio  Owen)  como  el  sucesor  de  Kurtz.  Callaban  tenía  órdenes  de  avisarles  por
           humo en cuanto les viera pasar, y esperar a que le recogieran. La tarea de Underhill
           (la parte phooka de su misión) era llevarse a Callaban sin ser visto. En el fondo no le

           parecía  imprescindible,  pero  era  como  le  gustaba  hacer  las  cosas  a  Kurtz:  sus
           hombres eran invisibles. Iban montados en el caballo irlandés. La extracción había

           ido como una seda. Se dispararon algunos misiles tierra-aire, pero con nula puntería,
           porque Milosevic, en general, sólo tenía chatarra. Los únicos bosnios que había visto
           Owen, al subir a bordo a Callaban, eran cinco o seis niños mirándoles muy serios, el
           mayor de los cuales no pasaría de diez años. Ni se le había pasado por la cabeza que

           las instrucciones de Kurtz sobre que no hubiera testigos pudieran aplicarse a un grupo
           de niños con la cara sucia. Hasta hoy.

               Que Kurtz fuera un hombre despiadado, eso Owen lo tenía clarísimo, aunque ni
           mucho  menos  se  tratara  del  único,  puesto  que  el  ejército  estaba  plagado  de  seres
           implacables, y muchos estaban enamorados de todo lo secreto. Lo que ya no habría

           sabido  decir  Owen  era  en  qué  se  diferenciaba  Kurtz,  aquel  hombre  larguirucho  y
           melancólico,  de  pestañas  blancas  y  ojos  quietos.  Costaba  mirarlos,  porque  no
           contenían nada: ni amor, ni risa, ni una migaja de curiosidad. En el fondo, lo peor era

           la falta de curiosidad.




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