Page 236 - El cazador de sueños
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Había un mínimo de cuatro mascarillas de pintor, colgadas de unas gomas que casi
           habían perdido toda su elasticidad. Las cogió y se volvió justo a tiempo para ver que
           se movía algo detrás de la puerta. Contuvo una exclamación, pero se le aceleró el

           pulso y de repente le pareció demasiado caliente y pesado el aire que le llenaba los
           pulmones,  y  que  le  había  permitido  llegar  hasta  allí.  No,  no  había  nada;  eran
           imaginaciones suyas. Después vio que sí, que algo había. Por la puerta abierta entraba

           luz,  y  un  poco  más  por  la  ventana  sucia  de  encima  de  la  mesa,  que  era  la  única.
           Henry, literalmente, se había asustado de su sombra.
               Abandonó el cobertizo con cuatro zancadas, colgándole las mascarillas de pintor

           de  la  mano  derecha,  pero  siguió  aguantando  la  respiración  hasta  haber  dado  otros
           cuatro  pasos  por  el  surco  de  nieve  prensada,  y  sólo  entonces  expulsó  el  aire
           enrarecido.

               Luego  se  inclinó  con  las  manos  en  los  muslos,  justo  encima  de  las  rodillas,  y
           fueron disolviéndose los puntitos negros que le ensuciaban la vista.

               Llegó del este una ráfaga lejana, demasiado fuerte y rápida para ser de escopetas.
           Eran armas de fuego automáticas. En el cerebro de Henry apareció una visión igual
           de nítida que la imagen de su padre con leche en la barbilla o la de Barry Newman
           huyendo  de  la  consulta  como  alma  que  llevara  el  diablo.  Vio  ciervos,  mapaches,

           perros salvajes y conejos segados a decenas, a centenares, cuando intentaban escapar
           de lo que se había convertido en zona de epidemia; vio enrojecerse la nieve con su

           sangre inocente (pero posiblemente contaminada). La visión le dolió de una manera
           inesperada,  clavándose  en  una  región  que  no  estaba  muerta,  sino  en  letargo.  Era
           donde había reverberado con tanta fuerza el llanto de Duddits, generando un tono
           armónico que daba una sensación de tener la cabeza a punto de explotar.

               Henry se incorporó, vio sangre fresca en la palma de su guante izquierdo y clamó
           al cielo con una mezcla de enfado y risa:

               —¡Mierda!
               Tanto taparse la boca y la nariz, tanto coger las mascarillas y tantos planes de
           ponerse como mínimo dos antes de entrar en Hole in the Wall, y se le había olvidado
           por completo el corte del muslo, el que se había hecho al volcar el Scout. Si en el

           cobertizo había algún agente de contagio, algo que soltara el hongo, las posibilidades
           de que se le hubiera metido en el cuerpo eran inmejorables. Tampoco podía decirse

           que las precauciones que había tomado fueran gran cosa. Henry se imaginó un letrero
           donde pusiera en letras grandes y rojas: ¡ZONA DE RIESGO BIOLÓGICO!
               ¡AGUANTE  LA  RESPIRACIÓN  Y  TÁPESE  CON  LA  MANO  CUALQUIER

           HERIDA QUE TENGA!
               Soltó un gruñido de risa y volvió a encaminarse a la cabaña. Total, tampoco tenía
           pensado vivir eternamente.

               Al este seguían los disparos.




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