Page 239 - El cazador de sueños
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Con una excepción, el hongo formaba placas delgadas y grumos. La excepción se
hallaba delante de la puerta del lavabo, donde había una verdadera montaña de
hongos de textura apelmazada y crecimiento vertical, cubriendo de pelusa las dos
jambas hasta una altura de más de un metro. La proliferación en forma de montaña
parecía nutrirse de una sustancia grisácea y esponjosa. En el lado que daba al salón,
lo gris se bifurcaba en dos, formando una uve que a Henry le recordó algo muy
desagradable: un par de piernas, como si se hubiera muerto alguien en la puerta y el
hongo hubiera tapado el cadáver. Henry se acordó de una separata de la facultad de
medicina, un artículo leído por encima cuando buscaba otra cosa. Una de las fotos
que contenía, tomada por un forense, era tan truculenta que se le había quedado
marcada. Aparecía la víctima de un asesinato que había aparecido desnuda en el
bosque al término de unos cuatro días. En la nuca, las corvas y la raja del culo crecían
setas.
De acuerdo, cuatro días, pero la cabaña, por la mañana, estaba limpia, y sólo
habían pasado…
Henry echó un vistazo a su reloj y vio que se le había parado a las doce menos
veinte.
Se volvió para mirar detrás de la puerta, porque de repente estaba convencido de
que le acechaba alguien.
Qué va. Lo único que había era la Garand de Jonesy apoyada en la pared.
Empezó a volverse hacia la puerta del lavabo, y otra vez hacia atrás. La Garand
parecía limpia de potingues. La cogió. Estaba cargada, con el seguro puesto y una
bala en la recámara. Muy bien. Se la colgó en el hombro y volvió a encarar el bulto
rojo y repulsivo que crecía fuera del lavabo. En aquella zona era muy fuerte el olor a
éter, mezclado con algo todavía más repugnante, como a azufre. Caminó con lentitud
hacia el cuarto de baño, y, mientras hacía un esfuerzo de voluntad para dar un paso y
luego otro, fue convenciéndose de que el bulto rojo con protuberancias como piernas
era lo único que quedaba de su amigo Beaver. Dentro de poco vería los restos
enredados de la melena negra de Beav, o sus Doc Martens, a las que se refería Beaver
como su «afirmación de solidaridad lesbiana». Le había dado por pensar que las Doc
Martens eran una señal secreta que tenían las lesbianas para reconocerse, y no había
manera de quitárselo de la cabeza. Otra idea fija que tenía era que el mundo estaba
gobernado por gente que se llamaba Rothschild y Goldfarb, quizá desde un bunker
enterrado a gran profundidad en Colorado.
Sin embargo, no existía ningún medio para cerciorarse de que el bulto de la puerta
hubiera sido Beav u otra persona. El único indicio era la forma. En la masa esponjosa
relucía algo. Henry se agachó un poco con la duda de si ya le crecerían trocitos
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