Page 244 - El cazador de sueños
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Pisó otro par de cabellos y vio que se le había enganchado uno a la pernera del
           vaquero,  cogiéndose  con  su  cola  minúscula  e  intentando  traspasar  la  tela  con  los
           dientes, que aún eran blandos.

               —Eggman —murmuró Henry, quitándoselo de encima con la otra bota y, al ver
           que quería escapar, pisándolo.
               De repente se notó empapado de sudor de la cabeza a los pies. Salir, con el frío

           que hacía (y no tenía más remedio, porque dentro no podía quedarse), era una muerte
           casi segura.
               Abrió la caja de cerillas, pero le temblaban tanto las manos que se le cayó al suelo

           la  mitad.  Ahora  reptaban  hacia  él  más  gusanos  en  forma  de  cabello.  Quizá  no  se
           enteraran de mucho, pero algo sabían: que era su enemigo.
               Consiguió sujetar una cerilla, la levantó y aplicó el pulgar a la punta. Un truco

           que le había enseñado Pete hacía muchos años. En el fondo, lo mejor siempre te lo
           enseñan los amigos. Como hacerle un funeral vikingo al amigo Beaver, y de paso

           cargarse a aquella porquería de serpientes en miniatura.
               —Eggman!
               Rascó la punta de la cerilla, que prendió. El olor a azufre quemándose se parecía
           al que había encontrado al entrar en la cabaña, y al de los pedos de la mujer gorda.

               —Walrus!
               Arrojó la cerilla al pie de la cama, donde había un edredón arrugado que ahora

           estaba empapado del líquido. Al principio la llama se puso azul alrededor del palito
           de madera, y Henry tuvo miedo de que se apagara. Después se oyó una especie de
           ¡fum!, y el edredón se rodeó de una modesta corona de llamas amarillas.
               —Goo-goo-joob!

               Las llamas treparon por la sábana (ennegreciendo su baño de sangre), llegaron a
           la  acumulación  de  huevos  con  cobertura  gelatinosa,  los  probaron  y  les  cogieron

           gusto.  Al  encenderse,  los  huevos  chisporrotearon.  Más  maullidos  de  gusanos
           quemándose. Una especie de hervor al resquebrajarse la cascara y salir el líquido.
               Henry retrocedió hacia la puerta rociando el suelo con la lata, que sólo se le vació
           hacia la mitad de la alfombra navajo. Entonces la tiró al suelo, encendió otra cerilla y

           la arrojó. Esta vez el ¡fum! fue inmediato, y las llamas que se levantaron, de color
           naranja.  Le  ardía  la  cara  sudada,  y  experimentó  el  impulso,  fuerte  y  gozoso,  de

           quitarse las mascarillas de pintor y penetrar en la hoguera. Hola, calor, hola, verano,
           hola, amiga oscuridad.
               Lo que le detuvo era tan simple como poderoso. Tirar la toalla, en ese momento,

           era  haber  sufrido  inútilmente  el  despertar  molesto  de  todas  sus  emociones
           aletargadas. Nunca averiguaría en detalle lo ocurrido en la cabaña, pero quizá los que
           pilotaban los helicópteros y mataban animales pudieran darle algunas respuestas. Eso

           si no le pegaban un tiro.




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