Page 240 - El cazador de sueños
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microscópicos de hongo en la superficie húmeda y desprotegida de los ojos. Lo que
           había visto resultó ser el pomo de la puerta del lavabo. Al lado del bulto había otro
           más  pequeño  que  se  alimentaba  de  un  rollo  de  cinta  aislante.  Se  acordó  de  lo

           desordenada que había encontrado la mesa de trabajo del cobertizo, y de los cajones
           abiertos. ¿Era lo que buscaba Jonesy? ¿Un rollo miserable de cinta aislante? En su
           cabeza lo afirmaba algo, algo que podía ser el clic o podía no serlo. Pero ¿por qué?

           ¿Por qué?
               Desde hacía unos cinco meses, a medida que aumentaba la frecuencia y duración
           de las ideas de suicidio, con su extraña jerigonza, a Henry se le había ido agotando la

           curiosidad.  Ahora  estaba  desatada,  como  si  se  hubiera  despertado  con  hambre,  y
           Henry no tenía nada con que alimentarla. ¿La cinta aislante era para cerrar la puerta?
           En ese caso, ¿contra qué? Seguro que Jonesy y Beaver ya sabían que contra el hongo

           no surtiría efecto, puesto que infiltraría sus dedos por debajo de la puerta.
               Miró  en  el  lavabo  y  profirió  un  sonido  gutural.  El  horror,  la  locura  que  había

           tenido  por  escenario  la  cabaña,  y  cuya  naturaleza  ignoraba,  sólo  podía  haber
           empezado allí. Las paredes del lavabo delimitaban una especie de cueva roja donde
           las placas de moho casi tapaban todas las baldosas azules del suelo. También había
           subido por el pedestal de la pila y el del váter. La tapa del váter estaba apoyada en la

           cisterna,  y,  aunque  la  cantidad  de  pelusa  impedía  asegurarlo,  Henry  pensó  que  el
           anillo se había roto hacia adentro. La cortina de la ducha ya no era azul, sino rojiza y

           rígida; estaba arrancada casi por entero de las anillas (que lucían sus propias barbas
           vegetales) y yacía en la bañera.
               Del borde de la bañera, otro criadero de hongos, sobresalía un pie calzado con
           bota. Henry no tuvo la menor duda de que era una Doc Marten. Por lo visto había

           acabado  por  encontrar  a  Beaver.  De  repente  le  asaltaron  recuerdos  del  día  en  que
           habían rescatado a Duddits, tan nítidos y luminosos que parecía ayer. Beaver con su

           chaqueta  de  cuero  ridícula,  Beaver  cogiendo  la  fiambrera  de  Duddits  y  diciendo:
           «¿Qué, te gusta la serie? ¡Pero si nunca se cambian de ropa!» Y diciendo…
               —Hay que joderse —dijo Henry a la cabaña invadida—. Siempre lo decía.
               Con lágrimas resbalando por las mejillas. Si el hongo sólo quería humedad (y a

           juzgar por la selva que desbordaba la taza del váter, le encantaba), que se subiera a
           Henry y se daría un festín.

               Pensó  que  le  importaba  bastante  poco.  Tenía  la  escopeta  de  Jonesy.  Podía
           contagiársele el hongo, pero él tenía los medios para asegurarse de estar muerto antes
           de que hubiera llegado al postre. Si se daba el caso.

               Lo cual era probable.











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