Page 237 - El cazador de sueños
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Henry volvió a plantarse en la puerta abierta de Hole in the Wall y se metió la mano
en el bolsillo para ver si tenía pañuelo, aunque lo dudaba. Con razón: no llevaba. Dos
atractivos poco
comentados de ir al bosque eran orinar donde se quisiera y, cuando se tenían
mocos, agacharse y soplar por la nariz. Dejar salir libremente el pipí y los mocos
procuraba una especie de satisfacción primitiva… al menos a los hombres. Bien
pensado, no dejaba de ser un milagro que las mujeres fueran capaces de enamorarse,
no ya de los mejores, que también, sino del resto.
Se quitó la chaqueta, la camisa y la camiseta térmica que llevaba debajo. La
última capa era otra camiseta, ésta de los Red Sox de Boston, descolorida y con la
leyenda GARCIAPARRA 5 en la espalda. Henry también se la quitó, la enrolló y se
la puso como venda alrededor del corte que tenía en la pernera izquierda del vaquero,
con grumos de sangre. Mientras lo hacía, volvió a pensar que cerraba la puerta del
establo después del robo del caballo; pero bueno, la cuestión era llenar las casillas,
¿no? Sí, y escribir claramente y en mayúsculas. Tales eran los conceptos en que se
basaba la vida. Hasta cuando quedaba poca, como parecía ser el caso.
Volvió a ponerse el resto de la ropa en el torso, donde se le había puesto la piel de
gallina, y se colocó dos de las mascarillas de pintor con forma de lágrima. Pensó en
ponerse dos más, una en cada oreja, pero al imaginarse las gomas cruzándole el
cogote se le escapó la risa. ¿Y qué más? ¿Usar la que quedaba para taparse un ojo?
¡Hay que joderse!
—Si lo cojo, lo cojo —dijo, no sin recordarse que las precauciones nunca estaban
de más. Hombre precavido vale por dos, decía el viejo Lámar.
Dentro de Hole in the Wall, el hongo (o moho, o lo que fuera) había hecho
progresos muy vistosos, y eso que la ausencia de Henry había sido corta. La alfombra
navajo estaba cubierta en toda su superficie, sin que se trasluciera parte alguna del
dibujo. También había manchas en el sofá, la barra que separaba la cocina de la zona
de comedor y los asientos de dos de los tres taburetes que la complementaban del
lado de esta última. En una pata de la mesa del comedor había un hilo torcido de
pelusilla rojiza, como si siguiera el reguero de algo derramado, y Henry se acordó de
la manera que tienen las hormigas de acudir en grupo a cualquier rastro de azúcar. Lo
más inquietante quizá fuera la especie de telaraña de pelusa dorada-rojiza que
colgaba muy por encima de la alfombra navajo. Henry la miró fijamente por espacio
de varios segundos antes de entender de qué se trataba: del atrapasueños de Lámar
Clarendon. Henry no tenía muchas esperanzas de llegar a comprender la naturaleza
exacta de lo sucedido, pero de algo estaba seguro: de que esta vez el atrapasueños
había cazado una pesadilla de verdad.
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