Page 242 - El cazador de sueños
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Lo que fuera estaba encima de la cama. A Henry le pareció una comadreja o una
marmota con las patas amputadas y una cola larga y ensangrentada, prolongándose
como placenta. Sin embargo, con la posible excepción de la morena del acuario de
Boston, nunca había visto ningún animal con unos ojos negros tan
desproporcionados. No era la única similitud: cuando el bicho abrió de par en par la
raya rudimentaria que tenía por boca, apareció un nido de dientes largos y finos como
alfileres.
Detrás, sobre la sábana empapada de sangre, latían como mínimo cien huevos
naranjas y marrones. Eran del tamaño de canicas grandes, y estaban cubiertos por una
especie de mucosidad. Henry vio que dentro de cada uno se movía una sombra que
parecía un cabello.
El bicho con aspecto de comadreja se irguió como una serpiente saliendo de la
cesta del encantador y dirigió a Henry una especie de chirrido. Culebreaba en la cama
(la de Jonesy), pero no daba la sensación de poder moverse mucho. Sus ojos, negros
y brillantes, rebosaban ira. Su cola (aunque a Henry, más que cola, le pareció una
especie de tentáculo prensil) dio vanos latigazos. Después cubrió todos los huevos
que pudo, como protegiéndolos.
Henry se dio cuenta de que repetía sin descanso la misma palabra, «no», con la
monotonía de un caso perdido de neurosis con dosis doble de Thorazine. Se apoyó la
escopeta en el hombro, apuntó y siguió por la mira la repelente cabeza en forma de
cuña, que no se estaba quieta. Sabe qué es, pensó con frialdad. A eso llega. Apretó el
gatillo.
El bicho estaba a pocos metros, y en baja forma para emprender la huida. O
estaba agotado de poner los huevos, o le sentaba mal el frío (y había que reconocer
que Hole in the Wall, con la puerta principal abierta, era una nevera). La detonación,
entre las cuatro paredes, fue brutal. La cabeza levantada de la cosa se desintegró en
salpicaduras e hilos que mancharon la pared del fondo. Tenía la sangre del mismo
color que el hongo, de un dorado rojizo. El cuerpo decapitado cayó de la cama y fue a
parar a un montón de ropa que Henry no reconoció: una chaqueta marrón, un chaleco
naranja y unos vaqueros con dobladillo. (Henry y sus amigos nunca los habían
llevado de aquella clase; en octavo y noveno, ponérselos significaba granjearse el
calificativo de paleto.) Con el cuerpo cayeron rodando varios huevos, la mayoría de
los cuales aterrizaron en la ropa o en el montón de libros desordenados de Jonesy y
permanecieron íntegros, aunque hubo unos cuantos que se rompieron contra el suelo.
Se derramó de ellos algo turbio, como clara de huevo en mal estado, cerca de una
cucharada grande por huevo. Los cabellos de dentro se retorcían y, con sus ojos
negros del tamaño de una cabeza de alfiler, parecía que miraran a Henry con cara de
odio. Verlos le daba ganas de gritar.
Dio media vuelta y salió del dormitorio con paso inestable. Tenía las piernas tan
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