Page 247 - El cazador de sueños
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pelo. Pensó que, si se hubiera quedado otros veinte o treinta segundos eligiendo
esquíes y bastones, la explosión del cristal le habría destrozado la cara.
Levantó la mirada hacia el cielo, enseñó las dos palmas a la altura de la cara, a lo
Al Jolson, y dijo:
—¡Yupi! ¡Me protegen desde arriba!
Ahora salían llamas por la ventana y lamían el alero. Henry oyó que el brusco
aumento del gradiente de calor hacía que dentro se rompieran más cosas. El
campamento del padre de Lámar Clarendon, que había empezado a construirse justo
después de la Primera Guerra Mundial, era un infierno. Seguro que lo soñaba.
Esquió alrededor de la casa, dando un amplio rodeo, mientras la chimenea
escupía un torbellino de chispas que se elevaba hacia las nubes. Al este seguía
oyéndose el tableteo incesante de las ametralladoras. Estaban cazando el límite de
piezas. El límite y más. Lo siguiente, al oeste, fue la explosión. ¡Dios! ¿Qué había
sido eso? Imposible saberlo. Si conseguía llegar entero a donde hubiera gente, quizá
se lo explicaran.
—Eso si no deciden cazarme a mí —dijo.
Le salió una voz tan estridente que le hizo comprender que se moría de sed.
Entonces se agachó con cuidado (porque hacía al menos diez años que no se ponía
ninguna clase de esquíes), recogió dos puñados de nieve y se llenó la boca. Dejó
fundirse la nieve y bajarle por la garganta. ¡Qué gusto! Henry Devlin, psiquiatra y
autor de un viejo artículo sobre la Solución Hemingway, el Henry Devlin que de niño
virginal se había convertido en alguien alto y desgarbado a quien siempre le
resbalaban las gafas por el puente de la nariz, alguien con bastantes canas y cuyos
amigos estaban muertos, se habían escapado o habían cambiado, Henry Devlin, pues,
se había detenido al lado de la verja abierta de un lugar adonde jamás regresaría, y,
calzado con esquíes, comía nieve como un niño chupando un cornete en el circo,
mientras veía quemarse el último escenario positivo de su vida. Las llamas ya
atravesaban las tejas de madera de cedro. Se fundía la nieve y, convertida en agua
hirviente, corría siseando por los canalones oxidados. Aparecían brazos de fuego por
la puerta abierta, como anfitriones entusiastas animando a los recién llegados a darse
prisa, caramba, a entrar de una vez antes de que se acabara de quemar todo. A
consecuencia del tueste, la alfombra de pelusa rojiza que crecía en la losa de granito
había pasado de dorada a gris.
—Así, así —murmuró entre dientes Henry, que sin darse cuenta abría y cerraba
los puños alrededor de los bastones de esquí—. Así me gusta.
Siguió mirando otro cuarto de hora, y cuando ya no pudo soportarlo dio la espalda
a las llamas y reemprendió en sentido inverso el camino por el que había venido.
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