Page 252 - El cazador de sueños
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           Y así, acabó volviendo al refugio donde había dejado a Pete y la mujer. Pete ya no
           estaba. Había desaparecido sin dejar rastro.

               El  tejado  oxidado  del  cobertizo  se  había  desplomado.  Henry  lo  levantó  para
           cerciorarse de que no estuviera Pete, como si se tratara de una sábana metálica. La
           que estaba era la mujer, pero no en el mismo sitio que al marcharse Henry. O bien se

           había arrastrado, o la habían movido, pero a medio camino había caído víctima de un
           caso  agudo  de  muerte.  Tenía  cubiertas  la  ropa  y  la  cara  del  moho  con  color  de

           herrumbre que había invadido la cabaña, pero Henry tomó nota de algo interesante:
           así como la pelusa que se cebaba en ella estaba en buena forma (sobre todo en los
           agujeros de la nariz y el ojo que quedaba a la vista, centro de una verdadera selva), la
           que se había apartado un poco del cadáver, rodeándolo de una especie de corona de

           pinchos desiguales, pasaba un mal trance. Detrás de la mujer, en el lado opuesto a la
           hoguera, el hongo se había vuelto gris y ya no crecía. El de la parte de delante no lo

           pasaba tan mal, gracias a haber dispuesto de calor y de una extensión de suelo donde
           se había derretido la nieve, pero las puntas de los filamentos estaban poniéndose de
           un gris como de ceniza volcánica.
               Henry estaba casi convencido de que agonizaba.

               Y, como el hongo, la luz del día. Ahora ya era indiscutible. Henry soltó la lámina
           oxidada de cinc, dejándola caer sobre el cadáver de Becky Shue y las últimas brasas

           de la hoguera. Acto seguido volvió a mirar el rastro de la motonieve y se lamentó de
           lo  mismo  que  en  la  cabaña:  de  no  tener  consigo  al  amiguito  de  Jonesy,  Hércules
           Poirot, para descifrar lo que veía.
               El rastro se acercaba al tejado caído del cobertizo y volvía a alejarse en dirección

           noroeste, hacia la tienda de Gosselin. En la nieve había una zona deprimida que casi
           dibujaba el contorno de un cuerpo humano, y a cada lado, terrones redondos.

               —¿Tú qué dices, Hércules? —preguntó Henry—. ¿Qué quiere decir, mon amí?
               Hércules, sin embargo, nada dijo.
               Henry  volvió  a  cantar  en  sordina,  mientras  se  acercaba  a  uno  de  los  terrones

           redondos sin haberse dado cuenta de que las Pointer Sisters habían vuelto a dar paso a
           los Rolling Stones.
               Quedaba bastante luz para ver que los tres hoyitos situados a la derecha de la

           forma humana llevaban impresa una trama, y se acordó de la codera que llevaba Pete
           en  el  brazo  derecho  de  su  trenca.  Pete,  con  cierto  (y  peculiar)  orgullo,  le  había
           contado que se la había cosido su novia, diciendo que cómo iba a ir de caza con la

           chaqueta rota. Henry recordó que el hecho de que Pete erigiera fantasías de un futuro
           feliz  a  partir  de  un  solo  gesto  de  amabilidad  le  había  parecido  al  mismo  tiempo
           gracioso y triste; gesto, además, que al fin y al cabo podía tener más que ver con la



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