Page 250 - El cazador de sueños
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El mundo se encogía, como es habitual cuando se pierden las últimas fuerzas sin
haber acabado lo que se quería hacer ni estar cerca de la conclusión. La vida de
Henry se reducía a cuatro movimientos sencillos y repetitivos: la presión de los
brazos en los bastones y el arrastre de los esquíes por la nieve. Era como penetrar en
otra zona. Se le marcharon los dolores, al menos de momento. Sólo se acordaba de
haber tenido una sensación un poco parecida: en el instituto, jugando en el equipo de
baloncesto de los Tigers de Derry. En el transcurso de una final importantísima, se
había dado la coincidencia de que expulsaran por faltas a tres de los mejores cuatro
jugadores del equipo cuando no habían pasado ni tres minutos del tercer cuarto. El
entrenador había dejado que Henry jugara hasta el final. Lo había conseguido, pero,
al pitarse el final del partido (perdiendo los Tigers con holgura), flotaba en una
especie de nube feliz. Yendo al vestuario de los chicos, se le habían doblado las
piernas a mitad del pasillo y se había derrumbado sin que se le borrara la sonrisa
tonta, mientras sus compañeros de equipo, con el uniforme rojo de viaje, se reían, le
animaban, aplaudían y silbaban.
Ahora no había nadie que aplaudiera ni silbara. El único ruido era el de
ametralladoras al este, que quizá se hubiera vuelto un poco más lento, pero seguía
dando guerra.
Lo de peor agüero, sin embargo, eran los disparos sueltos que se oían delante. ¿En
la tienda de Gosselin? No se podía saber.
Henry se oyó cantar la canción de los Rolling Stones que menos le gustaba,
Sympathy for the Devil (Made damn sure that Pílate washed his hands and sealed His
fate, gracias, muchas gracias, sois un público fabuloso, buenas noches), y se obligó a
interrumpirla al darse cuenta de que se le mezclaba la canción con recuerdos de
Jonesy en el hospital, el Jonesy de marzo de aquel año, que más que demacrado
estaba como encogido, como si le hubiera salido toda la esencia para formar un
escudo protector en torno a su cuerpo sorprendido y ultrajado. En Jonesy, Henry
había visto a una persona con muchas posibilidades de morir, y, si bien había acabado
por salvarse, se percató de que la visita al hospital coincidía con el momento en que
él había empezado a plantearse el suicidio como algo serio. La galería de imágenes
truculentas que atormentaba sus noches (leche azulada en la barbilla de su padre, el
bamboleo de las nalgas gigantescas de Barry Newman al huir de la consulta, Richie
Grenadeau con una caca en la mano y diciéndole a Duddits Cavell, casi desnudo y
llorando, que se la comiera, que tenía que comérsela) tenía una nueva incorporación:
la cara chupada y la mirada de desquicio de Jonesy, víctima de un absurdo atropello;
un Jonesy con aspecto de estar pidiendo pista para el último vuelo. Decían que estaba
estable, pero Henry, en los ojos de su amigo de infancia, había leído otra palabra:
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