Page 248 - El cazador de sueños
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Ya no le quedaban fuerzas. Tenía ante sí más de treinta kilómetros (para ser exactos,
se dijo, treinta y cinco coma siete), y como no cogiera el ritmo jamás llegaría. Se
mantuvo en el rastro endurecido de la motonieve e hizo más paradas de descanso que
en el camino de ida.
Es que entonces era más joven, pensó con una pizca, sólo una pizca, de ironía.
Se miró dos veces el reloj, sin acordarse de que en Jefferson Tract se había
detenido el tiempo. Con aquella capa de nubes que no había manera de que se
moviera, sólo estaba seguro de que era de día; y por la tarde, claro, pero no tenía ni
idea de si faltaba poco o mucho para el anochecer. En cualquier otra tarde le habría
servido de indicio el hambre, pero ahora, con aquella cosa en la cama de Jonesy, y los
huevos, y los cabellos con ojos negros y protuberantes… No, imposible. Y menos con
el pie en el borde de la bañera. Tenía la sensación de que no podría volver a comer
nada en toda su vida, y de que si comía sería algo que no contuviera nada rojo.
¿Setas? Tampoco, gracias.
Descubrió que esquiar era un poco como montar en bicicleta, al menos en
desplazamientos así, a campo traviesa: no se olvidaba. En la primera cuesta se cayó
una vez y le resbalaron los esquíes, pero la bajada, aparte de un poco de mareo y
algunos vaivenes, fue una seda. Supuso que los esquíes no se enceraban desde la
presidencia del plantador de cacahuetes, pero, mientras siguiera el rastro prensado de
la motonieve, no tenía por qué sufrir ningún percance. Le asombró la cantidad de
huellas de animales que punteaban Deep Cut Road. Nunca había visto siquiera una
décima parte. Algunos bichos habían seguido la carretera, pero la mayoría de los
rastros se limitaban a cruzarla de oeste a este. El parsimonioso trazado de Deep Cut
Road estaba orientado al noroeste, y saltaba a la vista que el oeste era un punto
cardinal que prefería evitar la fauna de la zona.
Estoy de viaje, se dijo Henry. Puede que un día escriba alguien un poema épico
que se llame El viaje de Henry.
Rió, y en su garganta reseca la risa se hizo tos de perro. Orientó los esquíes hacia
el borde del surco del vehículo, cogió otro par de puñados de nieve y se los comió.
—¡Rica y sana! —proclamó—. ¡Nieve! ¡Algo más que un desayuno!
Miró el cielo, y fue un error. Al principio le rodó de tal modo la cabeza que temió
caer de espaldas. Después de un rato se le pasó el vértigo. Las nubes parecían un
poco más oscuras. ¿Iba a nevar? ¿O a hacerse de noche? ¿O las dos cosas a la vez? Le
dolían las rodillas y los tobillos de tanto arrastrar los esquíes, y más le dolían los
brazos de ejercer fuerza en los bastones, pero lo más resentido eran los pectorales.
Para entonces ya se había resignado a no llegar a Gosselin antes de que se hubiera
hecho de noche. Ahora, mientras comía más nieve, se le ocurrió la posibilidad de que
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