Page 257 - El cazador de sueños
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Haber conseguido tener el estómago lleno: he ahí lo importante, aunque no tanto
como que se le hubiera borrado de la cabeza cualquier rastro de ideas inconexas o
imágenes fragmentarias. Y que se hubiera callado la canción. Confió en que no
volvieran, ni las unas ni las otras. ¡Nunca más, por favor!
Se acordó de lo que había dicho Pete sobre la tertulia de Gosselin (cazadores
desaparecidos y luces en el cielo), y de lo a gusto que se había quedado el Gran
Psiquiatra Americano despachándolo con un rollo macabeo sobre satanismo en
Washington, malos tratos en Delaware e histeria colectiva. Con la boca y la mitad del
cerebro, dándoselas de listo y gran experto, y con la otra mitad jugando a suicidarse,
como un bebé que acaba de descubrirse los dedos del pie en la bañera. Era un
discurso la mar de razonable, digno de cualquier debate televisivo con bastantes
ánimos para dedicar una hora al tema de las relaciones entre el subconsciente y lo
desconocido, pero ahora había cambiado la situación. Ahora se había convertido él en
cazador desaparecido, y había visto cosas que no se podían encontrar en Internet, ni
siquiera usando el buscador más potente del mercado.
Se quedó con la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados y la barriga llena. La Garand
de Jonesy estaba apoyada en un neumático del Scout, La nieve se posaba en sus
mejillas y frente como almohadillas de gato, muy ligeramente.
—Pues nada, ya está aquí lo que esperaban todos los pirados —dijo—.
Encuentros en la tercera fase. O en la cuarta, o en la quinta… ¡No te jode! Pete,
perdona que me riera de ti. Tenías razón tú, no yo. Qué va, mucho peor. El que tenía
razón era el carcamal de Gosselin. ¡Para eso no hacía falta ir a Harvard!
Fue decirlo en voz alta y que empezaran a cuadrarle las cuentas. Había aterrizado
algo, o se había estrellado, y se había producido una respuesta armada del gobierno
de Estados Unidos. ¿Le estaban contando lo ocurrido al mundo exterior? Ni era
probable ni era su estilo, pero Henry tenía la sensación de que no podrían retrasarlo
mucho.
¿Sabía algo más? Quizá, y acaso fuera un poco más que lo que sabían los
tripulantes de los helicópteros y los pelotones armados.
Era obvio que creían hacer frente a un contagio, pero a Henry no le parecía tan
peligroso como a ellos. El moho, ciertamente, se asentaba y crecía, pero después se
moría. Hasta se había muerto el parásito de dentro de la mujer. Si se trataba de un
hongo interestelar, mala época del año y mal lugar había elegido. Otros tantos
argumentos a favor de la hipótesis de la nave estrellada, aunque… ¿verdad que los
griegos habían tomado el caballo de madera por un regalo? Y ¿qué decir de las luces
del cielo? ¿Y de los implantes? Ya hacía muchos años que las mismas personas que
se proclamaban víctimas de un rapto extraterrestre aseguraban, además, haber sido
desnudadas… examinadas… obligadas a recibir implantes… Ideas, todas ellas, tan
freudianas que casi daban risa…
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