Page 256 - El cazador de sueños
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Dentro del Scout había trozos de cristal. Y sangre. Dado que la mayoría de las
manchas estaban en el asiento de atrás, Henry tuvo la seguridad de que no se había
derramado durante el accidente. Pete se había cortado en el viaje de regreso. Lo que
le pareció interesante fue que no hubiera ni rastro de moho rojizo. Puesto que crecía
con rapidez, la única conclusión lógica era que al venir a por cerveza Pete no estaba
infectado. Después quizá sí, pero no entonces.
Cogió el pan, la mantequilla de cacahuete, la leche y el brick de zumo de naranja.
A continuación salió de culo del Scout y se sentó con la espalda en la parte trasera
volcada, mientras veía descender una gasa de nieve y engullía a dos carrillos pan con
mantequilla de cacahuete, usando de cuchillo el dedo índice y chupándoselo antes de
volver a hundirlo en el tarro. La mantequilla de cacahuete estaba buena, y el zumo de
naranja le duró dos tragos largos, pero no era suficiente.
—Lo que piensas es grotesco —anunció a la tarde casi oscura—. Y encima es
rojo. Comida roja.
Sería todo lo rojo que se quisiera, pero lo había pensado, y tan grotesco tampoco
debía de ser. Sobre todo por parte de alguien que había dedicado largas noches de
insomnio a meditar sobre escopetas, sogas y bolsas de plástico. Ahora mismo parecía
todo un poco infantil, pero se trataba de la misma persona, de la preciada identidad de
Henry Devlin. Por lo tanto…
—Por lo tanto, damas y caballeros, me permitirán que concluya citando a Joseph
Beaver Clarendon, que en paz descanse: «Dije "a la puta mierda" y metí diez
centavos en el cepillo del Ejército de Salvación. Y, si no te gusta, cógeme la polla y
me la chupas.» Muchas gracias.
Finalizado su discurso al Colegio de Psiquiatras, Henry volvió a meterse en el
Scout, esquivando por segunda vez los trozos de cristal, y se apoderó de un
envoltorio de carnicería donde la mano temblorosa del viejo Gosselin había escrito «$
2,79». Una vez que se lo hubo metido en el bolsillo, volvió a salir a gatas, lo sacó y
partió el cordel. Dentro había nueve salchichas bien gordas. De las rojas.
Durante breves instantes, su cerebro intentó visualizar al reptil sin patas, o lo que
fuera, retorciéndose en la cama de Jonesy y mirándole con ojos negros y vacíos, pero
Henry lo hizo desaparecer con la rapidez y la facilidad de alguien cuyo instinto de
supervivencia siempre había estado a salvo de indecisiones.
A pesar de que las salchichas ya estaban cocidas, las calentó pasándoles la llama
de su mechero. En cuanto tenía una más o menos caliente, se la tragaba envuelta en
pan. Lo hacía sonriendo, porque se daba cuenta de que era un espectáculo ridículo.
En fin, ¿no decían que los psiquiatras acababan igual de mochales o más que sus
pacientes?
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