Page 241 - El cazador de sueños
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           Estaba seguro de haber visto algunos restos de alfombra apilados en un rincón de la
           cabaña.  Pensó  en  salir  a  buscarlos.  Podía  distribuirlos  por  el  suelo  del  lavabo,

           caminar sobre ellos y ver mejor el interior de la bañera. Aunque ¿para qué? Ya sabía
           que era Beaver, y, la verdad, no le apetecía ver a su amigo de infancia, autor de perlas
           como tócame los perendengues, cubierto de hongos como el cadáver blanquecino de

           la vieja separata médica, con su colonia de setas. Como manera de despejar sus dudas
           sobre lo ocurrido, quizá sí, pero Henry no lo consideraba probable.

               De lo que más ganas tenía era de salir. El hongo no era lo único que daba repelús.
           Henry tenía la escalofriante sensación de no estar solo.
               Retrocedió de la puerta del lavabo. En la mesa del salón comedor había un libro
           de bolsillo cuyo dibujo de portada era un baile de demonios con horcas en las manos.

           Seguro que era de Jonesy. Ya alimentaba su propia colonia de pasta rojiza.
               Se  percató  de  un  ruido  procedente  del  oeste,  ruido  que  no  tardó  en  adquirir

           intensidad atronadora. Eran helicópteros, y esta vez había más de uno. Eran muchos,
           y grandes. A juzgar por el ruido, volaban a ras de tejado, y Henry obedeció al impulso
           de agacharse. Se le llenó la cabeza de imágenes salidas de una decena de películas
           sobre Vietnam, junto con la seguridad de que abrirían fuego con sus ametralladoras y

           dejarían la casa como un queso. Eso si no la rociaban de napalm.
               Pasaron de largo sin hacer ni lo uno ni lo otro, pero bastante cerca para hacer

           temblar  la  vajilla  en  las  alacenas  de  la  cocina.  Oyendo  que  el  ruido  se  alejaba,
           convertido primero en tableteo y después en zumbido inofensivo, Henry recuperó su
           posición  erguida.  Quizá  se  dirigieran  al  extremo  oriental  de  Jefferson  Tract,  para
           sumarse a la matanza de animales. Allá ellos. Él pensaba darse el piro y…

               ¿Y qué? ¿Exactamente qué?
               Mientras se lo pensaba, oyó ruido en uno de los dormitorios de la planta baja.

           Ruido de algo deslizándose. Siguió un momento de silencio, con la duración justa
           para que Henry echara la culpa del ruido a su imaginación. Después sonó una serie de
           clics y pitidos, casi como un juguete mecánico (quizá un mono o un loro de hojalata)

           a punto de quedarse sin cuerda. A Henry se le puso la piel de gallina por todo el
           cuerpo, se le secó la boca y se le erizó el vello de la nuca. ¡Tío, sal corriendo!
               Antes de que la voz pudiera adueñarse de sus actos, dio varias zancadas hacia la

           puerta del dormitorio y se descolgó del hombro la Garand. La descarga de adrenalina
           en la sangre aguzó los contornos de cuanto le rodeaba. Se suspendió la percepción
           selectiva, regalo jamás agradecido a las personas que se sienten seguras y a gusto, y

           vio todos los detalles: el reguero de sangre que iba del dormitorio al cuarto de baño,
           una zapatilla tirada por el suelo, una mancha de moho rojo en la pared con forma de
           mano…



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