Page 323 - El cazador de sueños
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El señor Gray metió la motonieve por un barranco donde corría un riachuelo helado,
y lo siguió hacia el norte durante el kilómetro y medio que faltaba para la interestatal
95. A doscientos o trescientos metros de las luces de los vehículos militares (de los
que ya quedaban pocos, avanzando lentamente por la nevada), se detuvo el tiempo
suficiente para consultar la parte del cerebro de Jonesy a la que tenía acceso. La
abundancia de archivos hacía imposible meterlos todos en el despachito donde se
había hecho fuerte Jonesy, y al señor Gray le costó poco encontrar lo que buscaba. El
Arctic Cat no tenía ningún botón para apagar el faro. El señor Gray bajó las piernas
de Jonesy de la motonieve, buscó una roca, la levantó con la mano derecha de Jonesy
y de una pedrada apagó el faro. A continuación volvió a subir y puso en marcha el
vehículo. El hecho de que estuviera acabándose la gasolina no era ningún problema,
puesto que ya había cumplido su función.
La tubería que canalizaba el riachuelo por debajo de la autopista permitía el paso
de la motonieve, pero sin conductor. El señor Gray volvió a apearse y dio un aceleren
al manillar, haciendo que el vehículo saliera disparado por el conducto. Fue un
trayecto breve y lleno de choques, que no llegó a diez metros, pero era bastante para
que no la vieran desde el aire, en caso de que amainara la nevada hasta permitir un
reconocimiento a baja altura.
El señor Gray hizo que Jonesy subiera por la rampa de acceso a la autopista. Se
detuvo a pocos pasos de la barrera de seguridad y se tumbó de espaldas. El
emplazamiento le ofrecía un resguardo temporal de los rigores del viento. La subida
había liberado reservas ocultas de endorfinas; pocas, pero Jonesy notó que su
secuestrador las paladeaba como podría haber hecho él con un cóctel o una bebida
caliente cualquier tarde fría de octubre, después de ver un partido de béisbol.
Se dio cuenta de que odiaba al señor Gray, y no le sorprendió.
Después volvió a desaparecer el señor Gray como entidad (objeto de odio
posible), cediendo el paso a la nube que había visto Jonesy en la cabaña, al explotarle
al ser la cabeza. Estaba saliendo, igual que había salido en busca de Emil Brodsky.
Brodsky le había hecho falta porque los archivos de Jonesy no incluían información
sobre cómo arrancar la motonieve. Ahora la nube necesitaba algo más, y ese algo, por
lógica, debía de estar relacionado con el autostop.
Y ¿qué quedaba? ¿Qué quedó vigilando la oficina donde se había refugiado el
último trozo de Jonesy (sacado de su propio cuerpo como la borra de un bolsillo)?
Qué sino la nube, lo que había inhalado Jonesy; y que por algún motivo, habiendo
debido matarle, no lo había hecho.
La nube no tenía la facultad de pensar, al menos tal corno pensaba el señor Gray.
Se había ausentado el amo de la casa (cuyo nombre, por desgracia, ya no era Jones,
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