Page 324 - El cazador de sueños
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sino  Gray),  dejándola  al  cuidado  de  los  termostatos,  la  nevera  y  la  calefacción.
           También,  por  si  acaso,  del  detector  de  humos  y  la  alarma  antirrobos,  que  avisaba
           automáticamente a la policía.

               En contrapartida, y puesto que ya no estaba el señor Gray, quizá pudiera salir de
           la oficina. No para recuperar el control, puesto que cualquier intento en dicho sentido
           significaría  ser  delatado  por  la  nube  rojinegra,  con  el  regreso  inmediato  del  señor

           Gray. Casi seguro que Jonesy no podría volver a refugiarse en el despacho de los
           hermanos Tracker, con su tablón de anuncios, su polvo en el suelo, su única ventana
           legañosa para observar el mundo… ¿A que en la mugre del cristal había marcas? Sí,

           cuatro huellas semicirculares, las cuatro marcas de los cuatro chavales que tiempo
           atrás habían apoyado la frente con la esperanza de ver la foto que seguía clavada al
           tablón: Tina Jean Schlossinger con la falda levantada.

               No;  hacerse  con  el  control  quedaba  muy  lejos  de  sus  posibilidades.  Verdad
           amarga pero que convenía asumir.

               Lo que quizá fuera posible era acceder a sus archivos.
               ¿Había alguna razón para arriesgarse? ¿Algo que ganar? Quizá, dependiendo de
           que supiera qué quería el señor Gray. Aparte de que le llevara alguien. A propósito,
           ¿adonde?

               La respuesta fue inesperada en la medida en que la dijo la voz de Duddits. «Zu.
           Ezeñó Gué quere iralzú.» «El señor Gray quiere ir al sur.»

               Jonesy se apartó de la ventana sucia por donde veía el mundo. De todos modos,
           en ese momento poco había que ver: nieve, oscuridad y árboles borrosos. La nevada
           matinal había sido un simple aperitivo. Ahora servían el plato fuerte.
               «El señor Gray quiere ir al sur.»

               ¿A qué distancia? Y ¿por qué? ¿Qué plan tenía?
               Sobre esos temas, Duddits no dijo nada.

               Al girarse, Jonesy se llevó la sorpresa de que el mapa de rutas y la foto de la chica
           ya  no  estuvieran  en  el  tablón.  Ahora  ocupaban  su  lugar  cuatro  fotos  en  color  de
           cuatro chicos, todas con el mismo fondo (el colegio de enseñanza media de Derry) y
           el mismo pie: EN EL COLÉ. 1978. El de la izquierda era él, Jonesy, con una sonrisa

           confiada de oreja a oreja que ahora le dolía en el alma. Al lado estaba Beav, con su
           típica  mueca  que  dejaba  al  descubierto  la  falta  de  un  incisivo  (se  le  había  roto

           patinando, y al año, más o menos, le habían puesto una funda; en todo caso antes de
           ir al instituto). Luego Pete, con su cara redonda y morena y aquel corte de pelo tan
           exagerado, imposición de su padre con el argumento de que no había hecho la guerra

           de Corea para tener un hijo con pinta de hippy. Y el último, Henry, con esas gafas tan
           gordas que a Jonesy le recordaban a Danny Dunn, el joven detective de las novelas de
           misterio que leía de niño.

               Beaver, Pete y Henry. ¡Qué cariño les había tenido, y qué injusticia cortar tan de




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