Page 389 - El cazador de sueños
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Roberta Cavell despertó de una pesadilla y miró a la derecha previendo la posibilidad
de encontrarlo todo oscuro, pero le alivió comprobar que no se había ido la luz,
puesto que en el reloj de al lado de la cama seguían brillando los números azules de
siempre. Con tanto viento, era raro.
Los números azules indicaban 1.04. Aprovechando que podía, encendió la
lámpara de la mesita de noche y bebió un poco de agua del vaso. ¿Se había
despertado por el viento? ¿Por el sueño? Era una pesadilla en toda regla, con
extraterrestres, rayos asesinos y gente corriendo, pero no le pareció la razón.
Entonces amainó el vendaval, y oyó lo que la había despertado: la voz de Duddits
en el piso de abajo. ¿Qué hacía? ¿Cantar? ¿Era posible que cantara? Teniendo en
cuenta la tarde tan horrible que habían pasado los dos, le pareció que no.
«¡Za mueto Biiibe!» (¡Se ha muerto Beaver!). Y así entre las dos y las cinco, casi
sin parar. Duddits estaba tan desesperado que al final le había sangrado la nariz.
Roberta temía sus hemorragias. A veces sólo podían cortárselas en el hospital. En
aquella ocasión había conseguido detenerla metiéndole algodones en los dos agujeros
de la nariz y presionando muy arriba, entre los ojos. Después había llamado al doctor
Briscoe para preguntarle si podía dar a Duddits una de las pastillas amarillas de
valium que se tomaba ella, pero el doctor estaba en Nassau de vacaciones. No se
molestó en llamar al sustituto, porque debía de ser cualquier medicucho enteradillo
que a Duddits nunca le había visto el pelo. Se limitó a darle el valium a su hijo y
mojarle los labios secos y el interior de la boca con una de las pastillas de glicerina
con sabor a limón que le gustaban. Siempre tenía la boca llena de úlceras y llagas,
aunque ya no hiciera quimioterapia. Porque lo de la quimio se había acabado. Como
no querían admitirlo los médicos, ni Briscoe ni el resto, le habían dejado el catéter,
pero nada, que Roberta no estaba dispuesta a que su hijo volviera a pasar por un
infierno así.
Después de administrarle la pastilla, Roberta se había ido a la cama con él, le
había abrazado (procurando no apretarle el lado izquierdo, que era donde tenía
escondido el catéter debajo de una venda) y le había cantado una nana, pero no la de
Beaver. Hoy no.
A la larga Duddits se había tranquilizado. Después de un rato, considerando que
ya debía de dormir, Roberta le había sacado los algodones de la nariz. La resistencia
del segundo había hecho que Duddits abriera los ojos. ¡Qué hermoso color verde! A
veces Roberta pensaba que el verdadero don eran sus ojos, no lo otro… ver la línea y
lo que comportaba.
—Ama…
—Qué, Duddie.
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