Page 391 - El cazador de sueños
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Duddits otro ataque), pero había notado que le subían las lágrimas. Le llenaban toda
           la cabeza, y cada vez que respiraba le sabía la nariz a mar.
               —¿Enecielo cobibe?

               —Sí, cariño.
               —¿Yo beré a Pitibibe necielo?
               —Sí, claro, pero falta mucho tiempo.

               Se  le  habían  cerrado  los  ojos.  Roberta  se  había  quedado  sentada  en  la  cama
           mirándole las manos, más triste que triste y más sola que sola.
               Bajó corriendo por la escalera, y en efecto, cantaba. Como Roberta dominaba el

           duddités (¿cómo no, si hacía más de treinta años que era su segunda lengua?), tradujo
           las sílabas sin necesidad de concentrarse: era la canción de Scooby-Doo.
               Entró  en  el  dormitorio  sin  saber  qué  esperar.  Cualquier  cosa  menos  lo  que

           encontró: todas las luces encendidas, y a Duddits vestido de pies a cabeza por primera
           vez desde su última remisión (la que, según el doctor Briscoe, probablemente fuera la

           última  en  todo  el  sentido  de  la  palabra).  Se  había  puesto  sus  pantalones  de  pana
           favoritos, el chaleco encima de la camiseta del Grinch y la gorra de los Red Sox.
           Estaba  sentado  en  la  silla  de  al  lado  de  la  ventana,  mirando  la  noche.  Ahora  no
           fruncía el entrecejo, ni lloraba. Miraba la tormenta con un interés, un brillo en los

           ojos que a Roberta le recordaron la época de antes de la enfermedad, antes de los
           síntomas con que se había anunciado, sigilosos y fáciles de pasar por alto: lo cansado

           que se quedaba después de un partido corto de frisbee en el patio de atrás, lo grandes
           que  le  salían  los  morados  con  cualquier  golpecito,  lo  mucho  que  tardaban  en
           desaparecer… Era el mismo aspecto de cuando…
               Pero no podía pensar. Estaba demasiado nerviosa.

               —¡Duddits! Duddie, ¿qué…?
               —¡Ama! ¿Dodetá mi fambera? (¡Mamá! ¿Dónde está mi fiambrera?)

               —En la cocina; ¡pero Duddie, si es de noche! ¡Nieva! No puedes…
               El  final  de  la  frase  era  «salir»,  por  descontado,  pero  se  le  resistía  la  palabra.
           Duddits tenía los ojos tan brillantes, con tanta vida… Quizá Roberta hubiera debido
           alegrarse de verlos tan llenos de luz y de energía, pero lo cierto era que tenía miedo.

               —¡Nececito mi fambera! ¡Nececito mi fambera!
               (Necesito mi fiambrera, necesito mi fiambrera.)

               —No, Duddits. —Un esfuerzo de firmeza—. Lo que necesitas es quitarte la ropa
           y volver a la cama. Aparte de eso, no necesitas nada más. Ven, que te ayudo.
               Sin embargo, cuando se le acercó su madre, Duddits levantó los brazos y se los

           cruzó en el pecho, poniéndose la palma de la mano derecha en la mejilla izquierda y
           la  de  la  mano  izquierda  en  la  mejilla  derecha.  Desde  muy  pequeño  nunca  había
           sabido  plantar  cara  de  ninguna  otra  manera.  Solía  ser  suficiente,  y  volvió  a  serlo.

           Roberta  no  quería  disgustarle  otra  vez,  exponiéndose  a  otra  hemorragia;  pero




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