Page 390 - El cazador de sueños
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—¿Bibe tanecielo?
               A Roberta le había dado mucha pena la pregunta, y acordarse de la chaqueta de
           cuero de Beaver, tan ridícula pero que a él le gustaba tanto que se la había puesto

           hasta  dejarla  casi  transparente.  De  haberse  tratado  de  alguien  más,  de  cualquiera
           menos de uno de sus cuatro amigos de infancia, Roberta habría puesto en duda la
           premonición de Duddie, pero, si decía que se había muerto Beaver, era que debía de

           estar muerto.
               —Sí, cariño, seguro que está en el cielo. Ahora duerme.
               Los  ojos  verdes  habían  seguido  mirando  largo  rato  los  de  Roberta.  Parecía  a

           punto de volver a llorar, pero no, sólo le había rodado un lagrimón perfecto por la
           mejilla sin afeitar. Ahora casi no podía afeitarse, porque había veces en que hasta el
           Norelco  le  hacía  cortecitos  que  sangraban  durante  horas.  Después  había  vuelto  a

           cerrarlos, y Roberta había salido de puntillas de la habitación.
               De noche, haciéndole la papilla (ahora sólo aceptaba sin vomitar los alimentos

           más sosos, otra señal de que se aproximaba el fin), la pesadilla había vuelto al ataque.
           Roberta, que ya estaba bastante asustada con aquellas noticias cada vez más extrañas
           de Jefferson Tract, había vuelto corriendo a la habitación de Duddits con el corazón a
           cien. Volvía a estar sentado en la cama, sacudiendo la cabeza con un gesto infantil de

           negación. Como volvía a sangrarle la nariz, sus movimientos bruscos lo salpicaban
           todo de gotitas rojas: la almohada, la foto dedicada de Austin Powers y los frascos de

           la mesita: enjuague para la boca, Compazine, Percocet, los complejos vitamínicos sin
           utilidad visible y el bote grande de pastillas de glicerina.
               Esta vez decía que el muerto era Pete, el encantador (y algo corto de luces) Peter
           Moore. ¡Cielo santo! ¿Podía ser verdad? ¿En parte? ¿Del todo?

               El segundo ataque de histeria no había sido tan largo. Aún debía de durarle el
           cansancio del primero. Roberta había vuelto a cortar la hemorragia nasal (qué suerte

           la suya) y le había cambiado las sábanas, no sin antes ayudarle a ocupar la silla de al
           lado  de  la  ventana.  Duddits  se  había  quedado  sentado  y  mirando  la  tormenta,  con
           algún que otro sollozo y algún que otro suspiro con ruido de mocos que a su madre le
           llegaba al alma. Le dolía hasta mirarle: qué flaco estaba, qué blanco, qué… calvo.

           Pensando que tan cerca del cristal debía de hacer frío, le había dado su gorra de los
           Red Sox, firmada en la visera por el gran Pedro Martínez (a veces pensaba que a los

           moribundos  les  regalaban  de  todo),  pero  Duddits,  por  una  vez,  no  había  querido
           ponérsela. Se había limitado a tenerla en las rodillas y contemplar la oscuridad con
           los ojos muy abiertos y cara de pena.

               Al final Roberta le había acostado, y los ojos verdes de su hijo habían vuelto a
           mirarla con su brillo sobrecogedor, que se apagaba.
               —¿Pi tambié tanecielo? —Yo creo que sí.

               Roberta no quería llorar por nada del mundo (corría el peligro de provocarle a




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