Page 392 - El cazador de sueños
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tampoco  pensaba  prepararle  comida  para  la  fiambrera  de  Scooby-Doo  a  la  una  y
           cuarto de la noche. Ni pensarlo.
               Retrocedió hacia la cama y se sentó. La habitación estaba caldeada, pero ella tenía

           frío, a pesar de que llevaba la bata de franela. Duddits bajó los brazos poco a poco y
           con mirada recelosa.
               —Si quieres siéntate —dijo ella—. Pero ¿por qué? ¿Has soñado algo, Duddie?

           ¿Has tenido pesadillas?
               Sí,  quizá  se  tratara  de  un  sueño,  pero  no  de  una  pesadilla.  Habría  sido
           incompatible con aquella cara de ilusión, cara que Roberta acabó reconociendo: era la

           que  había  puesto  tantas  veces  en  los  años  ochenta,  los  años  buenos  antes  de  que
           Henry, Pete, Beaver y Jonesy fueran cada uno por su lado y, en su carrera hacia la
           vida  adulta,  llamaran  menos  a  menudo  y  espaciaran  sus  visitas,  olvidando  a  la

           persona que había tenido que quedarse.
               Era la mirada de cuando su sentido especial le decía que vendrían a jugar sus

           amigos.  A  veces  se  marchaban  todos  juntos  a  Strawford  Park  o  los  Barrens.  (En
           principio  tenían  prohibido  ir,  pero  se  saltaban  la  prohibición  a  sabiendas  tanto  de
           Roberta como de Alfie. Una de sus incursiones les había hecho aparecer en primera
           plana del periódico.) En ocasiones, Alfie o algún otro padre o madre les llevaban al

           minigolf del aeropuerto, o al parque de atracciones de Newport; en días así, Roberta
           siempre le metía a Duddits en la fiambrera varios bocadillos, galletas y un termo de

           leche.
               Cree  que  van  a  venir  sus  amigos,  pensó.  Debe  de  pensar  en  Henry  y  Jonesy,
           porque dice que Pete y Beav…
               De repente, cuando estaba sentada en la cama de Duddits con las manos en el

           regazo, vio una imagen horrible. Se vio a sí misma abriendo la puerta a las tres de la
           madrugada, sin querer abrirla pero sin poder evitarlo. Y en lugar de los vivos eran los

           muertos.  Eran  Beaver  y  Pete,  que  habían  vuelto  al  mismo  momento  de  transición
           entre la infancia y la pubertad del día en que la habían conocido a ella, el día en que
           habían salvado a Duddie de a saber qué broma de mal gusto y le habían acompañado
           a casa sano y salvo. En la imagen, Beaver llevaba la chaqueta de motorista de las mil

           cremalleras, y Pete el jersey de cuello redondo que tanto le gustaba lucir, el que tenía
           la sigla NASA en el lado izquierdo del pecho. Roberta les vio fríos, pálidos y con

           unos ojos mates y muy negros, como de cadáver. Vio que Beaver daba un paso hacia
           ella, pero sin sonrisas, sin saludos. Al tender las manos blancas, manos de estrella de
           mar, Joe Beaver Clarendon tenía muy claro su objetivo.

               «Venimos  a  buscar  a  Duddits,  señora  Cavell.  Estamos  muertos,  y  ahora  él
           también.»
               Roberta apretó las manos, mientras la recorría un largo escalofrío. Duddits no lo

           vio; volvía a mirar por la ventana, como esperando algo. Y, muy suavemente, volvió




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