Page 398 - El cazador de sueños
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Owen vio aparecer una silueta de hombre al otro lado de la ventana, y asintió con
alivio. Henry caminaba como Matusalén en un día malo, pero Owen le tenía
preparado un remedio, al menos provisional. Lo había robado de la enfermería nueva,
donde tenían tanto trabajo que ni siquiera se habían fijado en que entrara y saliera.
Desde entonces Owen protegía la parte delantera de su cerebro con alguno de los
mantras de bloqueo que le había enseñado Henry, como la canción de las Pointer
Sisters. De momento parecía que funcionaba, porque no le habían dirigido ninguna
pregunta, sólo algunas miradas extrañas. Hasta el clima seguían teniendo a favor,
porque la tormenta no amainaba.
Vio la cara de Henry en la ventana: un óvalo blanquecino y borroso mirándole.
«No lo veo muy claro —le transmitió Henry—. ¡Tío, que casi no puedo
caminar!»
«Espera que te ayudo. Apártate de la ventana.»
Henry retrocedió sin rechistar.
Owen llevaba en un bolsillo de la parka la cajita de metal (con la sigla de los
marines grabadas en la tapa) donde, estando de servicio, guardaba todos sus
documentos de identidad. Se la había regalado el mismísimo Kurtz después de la
misión del año anterior en Santo Domingo. ¡Qué ironía! El otro bolsillo contenía tres
piedras recogidas detrás de su helicóptero, donde era fina la capa de nieve.
Cogió una, un pedazo respetable de granito de Maine, pero justo entonces le llenó
la cabeza una imagen muy clara, que le dejó en suspenso. Mac Cavanaugh, el del
Blue Boy Leader que se había quedado sin tres dedos en la operación, estaba sentado
dentro de uno de los remolques del recinto. Le acompañaba Frank Bellson, del Blue
Boy Three, el otro helicóptero de combate que había conseguido regresar a la base.
Uno de los dos había encendido una linterna muy potente y la había apoyado en
vertical como una vela eléctrica, perforando la oscuridad con el haz luminoso.
Ocurría en aquel mismo instante, a menos de doscientos metros de donde estaba
Owen con una piedra en una mano y la caja metálica en la otra. Cavanaugh y Bellson
estaban juntos en el suelo del remolque. Los dos tenían una especie de barba roja
muy tupida. La feracidad del hongo había roto las vendas de los muñones de los
dedos de Cavanaugh. Los dos tenían las pistolas de reglamento con el cañón en la
boca; unidos por la mirada, lo estaban también por la mente. Bellson desgranaba la
cuenta atrás: «Cinco… cuatro… tres…»
—¡No, chicos! —exclamó Owen; pero no captaron ninguna percepción de su voz.
Su vínculo, forjado en una decisión irreversible, era demasiado fuerte. Entre los
miembros del comando de Kurtz, serían ellos los encargados de inaugurar así la
noche. Owen dudaba que fueran los últimos.
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