Page 400 - El cazador de sueños
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           Rebotó  varias  veces  en  el  suelo  del  cobertizo.  Henry  la  recogió  y  abrió  el  cierre.
           Contenía cuatro paquetes envueltos con papel de aluminio.

               «¿Qué son?»
               «Misiles de bolsillo —repuso Owen—. ¿Cómo tienes el corazón?»
               «Que yo sepa, bien.»

               «Mejor, porque al lado de esto la cocaína parece valium. En cada paquete hay
           dos. Tómate tres, y el resto te lo guardas.»

               «No tengo agua.»
               «Pues mastícalos, guapo. ¡Te quedará algún diente, digo yo!» El tono rezumaba
           irritación; al principio Henry no lo entendió, pero después sí. ¡Cómo no! A aquellas
           horas tan intempestivas, si algo podía entender era la pérdida brusca de uno o varios

           amigos.
               Las pastillas eran blancas y no llevaban grabado ningún nombre de laboratorio

           farmacéutico. Al deshacerse en la boca, dejaban un sabor amarguísimo, tanto que al
           tragarlas notó que su garganta intentaba vomitarlas.
               El efecto fue casi instantáneo. Cuando Henry tuvo la caja de Owen en el bolsillo
           de los pantalones, ya le latía el corazón dos veces más deprisa, y al volver a mirar por

           la  ventana  se  le  habían  triplicado  las  pulsaciones.  Cada  pálpito  en  el  pecho  iba
           acompañado por una sensación pulsátil en los globos oculares. Sin embargo, no era

           desagradable. A decir verdad, incluso disfrutaba. Ya no tenía sueño, y se le habían
           aliviado todos los dolores como por ensalmo.
               —¡Uau! —exclamó—. ¡Tendrían que pasarle un par de latas de esto a Popeye!
               Y se rió, tanto por lo raro que se le hacía hablar (ahora casi parecía un arcaísmo)

           como por el bienestar que sentía
               «Oye, ¿y si no gritaras tanto?»

               «¡Vale! ¡VALE!»
               En sus pensamientos también se percibía una fuerza nueva y cristalina, y Henry lo
           adjudicó a algo más que a imaginaciones suyas. A pesar de que detrás del cobertizo

           hubiera un poco menos de luz que en el resto del recinto, le bastó para ver que Owen
           hacía una mueca y se sujetaba un lado de la cabeza, como si le hubieran soltado un
           grito al oído.

               «Perdona», transmitió.
               «No pasa nada. Como emites tan fuerte… Ya debes de tener la mierda esa por
           todo el cuerpo.»

               «Pues la verdad es que no», contestó Henry.
               Le volvió un retazo del sueño: los cuatro en la hierba de la cuesta. No, los cinco,
           porque también estaba Duddits.



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