Page 404 - El cazador de sueños
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Limpio.  Menos  mal.  Bonita  palabra:  «limpio».  Había  desaparecido  la  sensación
           desagradable de la telepatía, similar al contacto entre dos pieles sudadas. Su cuerpo
           no alimentaba una sola hebra de Ripley. Hasta se había inspeccionado la lengua y las

           encías.
               Entonces ¿qué le había despertado? ¿Por qué se le habían disparado alarmas en la
           cabeza?

               Porque  la  telepatía  no  era  la  única  modalidad  de  percepción  extrasensorial.
           Porque,  mucho  antes  de  que  se  enteraran  los  grises  de  la  existencia  de  la  Tierra,
           escondida en un rincón polvoriento y poco visitado de la galaxia de la Vía Láctea,

           existía algo que se llamaba intuición, especialidad de los homo sapiens uniformados
           como él.
               —La corazonada de toda la vida —dijo Kurtz—. Ni extraterrestres ni pollas.

               Se puso los pantalones. Después, a pecho descubierto, cogió el walkie-talkie que
           tenía  en  la  mesita  de  noche,  al  lado  del  reloj  de  bolsillo.  (Ahora  marcaba  4.16.

           ¡Caramba,  cómo  corría  el  tiempo!  Parecía  un  coche  sin  frenos  bajando  por  una
           montaña  hacia  un  cruce  muy  transitado.)  El  walkie-talkie  era  un  modelo  especial,
           digital, encriptado y se suponía que imposible de interceptar, aunque a Kurtz le bastó
           con echar un vistazo a su reloj digital, presuntamente impermeable, para comprender

           que, en cuestión de aparatos, nada era del todo atinada.
               Presionó  dos  veces  el  botón  de  llamada,  y  en  cuestión  de  segundos  contestó

           Freddy Johnson sin demasiada voz de sueño… aunque, ahora que había llegado el
           momento de la verdad, ¡cuánto echaba Kurtz (bautizado Robert Coonts) de menos a
           Underhill Owen, Owen, hijo mío, pensó, ¿por qué has tenido que descarriate justo
           cuando me hacías más falta?

               —Jefe?
               —Paso  Imperial  Valley  a  seis.  Imperial  Valley  en  cero  seis  cero  cero.  Espero

           confirmación.
               Tuvo que oír las razones por las que era imposible. Owen no le habría soltado una
           chorrada así ni en las peores pesadillas. Le concedió a Freddy unos veinte segundos
           para explayarse, pasados los cuales le espetó:

               —Cierra el morro, hijo de puta. Silencio por parte de Freddy, impactado.
               —Aquí se está cociendo algo. No sé qué, pero me ha disparado todas las alarmas

           cuando estaba más dormido que una marmota. Si os reúno a todos es por algo, y, si
           para la hora de la cena aún quieres respirar, te aconsejo que les pongas en posición de
           firmes. Dile a Gallagher que sea puntual. ¿Recibido, Freddy?

               —Recibido.  Una  cosa,  jefe:  me  consta  que  ha  habido  cuatro  suicidios,  y  es
           posible que me falte enterarme de alguno.
               Para  Kurtz  no  constituyó  ni  una  sorpresa  ni  un  disgusto.  En  determinadas

           circunstancias, el suicidio no sólo era aceptable, sino noble: la decisión final de un




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