Page 401 - El cazador de sueños
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«Henry… ¿Te acuerdas de dónde he dicho que estaría?»
               «En la esquina sudoeste del recinto. En diagonal desde el establo. Pero…»
               «Pero nada. Es donde estaré, y si quieres que te saquen de este sitio te aconsejo

           que también estés. Se tarda…» Pausa de mirar el reloj. Henry pensó que si seguía
           funcionando  debía  de  ser  de  los  de  cuerda.  «…  entre  dos  y  cuatro  minutos.  Te
           concedo media hora. Después, si los del establo no han dado señales de vida, haré un

           cortocircuito en la alambrada.»
               «Puede  que  con  media  hora  no  haya  bastante»,  protestó  Henry.  Estaba  quieto,
           asomado a la ventana y mirando la silueta de Owen por la nieve, pero respiraba tan

           deprisa como si corriera. De hecho, se notaba el corazón como en los cien metros
           lisos.
               «Pues  no  hay  más  remedio  —le  envió  Owen—.  La  alambrada  tiene  alarma.

           Saltarán las sirenas, y se encenderán todavía más focos. Alerta general. Te concederé
           cinco minutos a partir de que salte la liebre (es decir, una cuenta atrás de trescientos).

           Si para entonces no has aparecido, me voy y santas pascuas.»
               «Sin mí no podrás encontrar a Jonesy.»
               «Bueno, pero tampoco es razón para quedarme y que la palmemos juntos. —Un
           tono paciente, como de hablar con un niño—. Además, da igual, porque si en cinco

           minutos no te reúnes conmigo la habremos cagado todos.»
               «Los dos que acaban de suicidarse… no son los únicos que están tan mal.» «Ya lo

           sé.»
               Henry entrevió mentalmente un autobús escolar amarillo en uno de cuyos lados se
           leía  DEPARTAMENTO  ESCOLAR  DE  MILLINOCKET.  Dentro  había  cuatro
           decenas de calaveras enseñando los dientes por las ventanillas. Se dio cuenta de que

           pertenecían  a  los  compañeros  de  Owen  Underhill,  los  que  habían  llegado  con  él
           durante la mañana anterior; hombres que ahora estaban muertos o a punto de morirse.

               «No pienses en ellos —contestó Owen—. Los que tienen que preocuparnos son
           los del personal de apoyo de Kurtz, sobre todo los de Imperial Valley. Te digo una
           cosa:  si  existen,  será  gente  muy  entrenada  y  que  obedece  órdenes.  Entre  el
           entrenamiento  y  la  confusión,  siempre  prevalece  lo  primero.  De  eso  sirve.  Como

           remolonees,  se  te  cepillarán.  Cuando  se  disparen  las  alarmas,  dispondrás  de  cinco
           minutos justos. Una cuenta de trescientos.» La lógica de Owen era tan desagradable

           como irrefutable. «Vale —dijo Henry—. Cinco minutos.» «La verdad es que lo haces
           porque  quieres  —le  dijo  Owen.  Henry  recibió  la  idea  incrustada  en  una  compleja
           filigrana  de  emociones:  frustración,  culpabilidad  e,  inevitablemente,  miedo  (en  el

           caso  de  Owen  Underhill,  no  de  morirse,  sino  de  fracasar)—.  Si  es  verdad  lo  que
           dices, todo depende de que consigamos salir de aquí limpios. Eso de que te arriesgues
           a poner el mundo en peligro por cien o doscientos gilipollas metidos en un establo…»

               «Ya, ya sé que tu jefe no lo haría.»




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