Page 403 - El cazador de sueños
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           Kurtz, que desde niño no soñaba y por consiguiente no estaba cuerdo, despertó como
           todos  los  días:  con  un  salto  de  la  nada  a  la  conciencia  y  la  percepción  lúcida  del

           entorno.  Aleluya.  Seguía  vivo,  y  en  primera  línea.  Giró  la  cabeza  para  mirar  el
           despertador, pero el muy cabrón se había vuelto a estropear, y eso que era lo último
           de  lo  último,  con  revestimiento  antimagnético.  12,  12,  12…  Parpadeaba  como  un

           tartamudo atascado en la misma palabra. Encendió la lámpara de al lado de la cama y
           cogió el reloj de bolsillo que había en la mesita de noche. 4.08.

               Volvió a dejarlo en la mesita, apoyó en el suelo los pies descalzos y se levantó. Lo
           primero  que  constató  fue  que  seguía  haciendo  un  viento  de  mil  demonios.  Lo
           segundo fue que en su cabeza había desaparecido por completo el murmullo lejano de
           voces. Ya no había telepatía, y Kurtz se alegraba, porque la había vivido como una

           ofensa tan profunda como elemental, a la manera de determinadas prácticas sexuales.
           La idea de que pudieran meterse en su cabeza, de que pudieran visitar los niveles

           superiores de su cerebro… le había parecido horrible. Sólo por eso, por ser portadores
           de un don tan asqueroso, los grises ya se merecían que se los cargasen. Menos mal
           que había resultado efímero.
               Kurtz se quitó los shorts grises de gimnasia y se quedó desnudo frente al espejo

           de la puerta del dormitorio, dejando que sus ojos le recorrieran por entero desde los
           pies  (donde  empezaban  a  verse  los  primeros  ovillos  de  venitas  rojas)  hasta  la

           coronilla, donde se le había puesto tieso de dormir el pelo canoso. Para ser un hombre
           de sesenta años, no tenía demasiado mal aspecto. Lo peor eran las venas de los lados
           de los pies. Tampoco tenía mal badajo, no; al contrarío, aunque no lo había usado
           mucho.  Por  lo  general,  las  mujeres  eran  seres  inmundos  e  incapaces  de  lealtad.

           Agotaban  a  los  hombres.  En  lo  más  íntimo  de  su  corazón  de  hombre  no  cuerdo,
           donde  hasta  su  locura  se  presentaba  bien  planchada,  almidonada  y  sin  particular

           interés, Kurtz consideraba que el sexo en general era un mal rollo. Incluso cuando se
           practicaba para procrear, solía tener como resultado un tumor dotado de cerebro que
           no se diferenciaba mucho de los bichos caca.

               Al llegar a la coronilla, Kurtz dejó que sus ojos hicieran el recorrido al revés,
           atentos a cualquier punto rojo, cualquier congestión de la piel. No había nada. Dio
           media vuelta, miró lo que se podía ver forzando al máximo la cabeza y siguió sin ver

           nada. Entonces se separó las nalgas, metió los dedos entre ellas, se introdujo un dedo
           en el ano hasta la segunda falange y sólo palpó
               carne.

               —Estoy limpio —dijo con voz grave, mientras se daba prisa en lavarse las manos
           en el exiguo cuarto de baño de la caravana—. Como una patena.
               Después  volvió  a  enfundarse  los  shorts  y  se  sentó  para  ponerse  los  calcetines.



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