Page 406 - El cazador de sueños
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           En otros tiempos, el establo de Gosselin había dado cobijo a una vacada respetable.
           Tal como estaba el interior, quizá no hubiera pasado la inspección de las autoridades

           sanitarias, pero el edificio se mantenía en buen estado. Los soldados habían colgado
           una  serie  de  bombillas  de  muchos  vatios,  cuya  luz  se  repartía  por  los
           compartimientos, los ordeñaderos del espacio central y los pajares superior e inferior.

           También habían instalado bastantes calefactores, con el resultado de que reinaba en el
           establo un calor casi febril. En cuanto estuvo dentro, Henry se bajó la cremallera,

           pero  no  pudo  evitar  que  le  sudara  enseguida  la  cara.  En  parte  lo  atribuyó  a  las
           pastillas de Owen, porque se había tomado otra antes de entrar.
               Al ver el establo por dentro, lo primero que pensó fue que se parecía mucho a
           todos los campos de refugiados que había visto: de serbios bosnios en Macedonia, de

           rebeldes  haitianos  después  de  la  llegada  de  los  marines  a  Puerto  Príncipe,  y  de
           exiliados,  africanos  que  habían  abandonado  sus  países  de  origen  por  enfermedad,

           hambruna o guerra civil (o por una combinación de las tres cosas). La costumbre de
           ver las noticias acababa por acostumbrar a aquella clase de imágenes, pero siempre
           procedían de muy lejos, y el sobrecogimiento con que se presenciaban lindaba con lo
           aséptico. La diferencia era que para llegar al establo no hacía falta pasaporte. Estaba

           en Nueva Inglaterra. La gente hacinada en el interior no iba vestida con harapos, sino
           con  parkas,  pantalones  de  Banana  Republic  (perfectos  para  los  cartuchos  de

           recambio)  y  ropa  interior  de  Fruit  of  the  Loom.  El  aspecto,  sin  embargo,  era  el
           mismo. La única diferencia que vio Henry fue la cara de sorpresa general. Se suponía
           que en América no pasaban esas cosas.
               Los prisioneros casi no dejaban ningún resquicio en el suelo, que tenía una capa

           de paja (y encima otra de chaquetas). Dormían en grupitos o familias. En los pajares
           había  más  gente,  y  entre  tres  y  cuatro  personas  en  cada  uno  de  los  cuarenta

           compartimientos. Todo eran ronquidos, ruidos de garganta y gemidos de gente con
           pesadillas. Había un niño llorando. E hilo musical, que para Henry fue el no va a más
           de  lo  estrafalario.  En  aquel  momento,  los  condenados  del  establo  de  Gosselin

           dormitaban arrullados por la orquesta de Fred Waring, que ejecutaba una versión de
           Some Enchanted Evening sobrecargada de violines.
               Bajo los efectos de la pastilla, todo le saltaba a los ojos con una nitidez inhabitual.

           ¡Cuántas chaquetas y gorras naranjas!, pensó. ¡Esto es Halloween en el infierno!
               También había una cantidad bastante elevada de moho rojizo. Henry vio manchas
           en varias mejillas y orejas, y entre varios dedos; también vio colonias creciendo en

           las vigas y los cables de varias bombillas. El olor dominante era de heno, pero Henry
           no tuvo ninguna dificultad en notar que encubría otro de alcohol etílico con rastros de
           azufre. Aparte de los ronquidos, también se oían varios pedos. Parecían seis o siete



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