Page 411 - El cazador de sueños
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Antes de que anocheciera se había procedido a instalar una docena de garitas para dos
soldados a lo largo de la valla de seguridad. (En realidad eran lavabos portátiles de
donde habían sido arrancados los urinarios y las tazas.) Estaban equipados con
calefactores que, dado lo reducido del espacio, infundían una sensación de sopor; de
ahí que a los centinelas les apeteciera muy poco salir. De vez en cuando abrían la
puerta para que entrara un poco de aire fresco acompañado de nieve, pero la
exposición de los guardias al mundo exterior no iba más allá. La mayoría eran
soldados que no habían participado en ningún conflicto ni tenían una comprensión
visceral de lo que estaba en juego. Por eso, lo máximo que hacían era contarse
anécdotas de sexo, coches, destinos, sexo, sus familias, su porvenir, sexo,
borracheras, drogas y sexo. Les habían pasado inadvertidas las dos visitas de Owen
Underhill al cobertizo (y eso que tanto el puesto 9 como el 10 estaban bien orientados
para verle), y fueron los últimos en darse cuenta de que acababa de estallarles una
rebelión en las manos.
Al fondo de la tienda había siete soldados un poco más curtidos, por haber pasado
más tiempo a las órdenes de Kurtz. Estaban al lado de la estufa, jugando a cartas en el
mismo despacho donde, como dos siglos antes, Owen le había puesto a Kurtz las
cintas de ne nous blessez pas. De los siete jugadores, seis eran centinelas, y el
séptimo Gene Gambry, colega de Emil Brodsky. Cambry no había conseguido pegar
ojo. El motivo quedaba oculto por una muñequera elástica de algodón, aunque no
sabía si le duraría mucho tiempo más, porque lo rojo de debajo se extendía. En cuanto
se despistase lo vería alguien; entonces ya no jugaría a cartas en el despacho, sino que
pasaría a engrosar el grupo de desgraciados del establo.
¿Sólo él? Ray Parsons tenía un trozo de algodón en una oreja. Decía que porque
le dolía, pero a saber. Ted Trezewski tenía vendado el antebrazo, según él porque se
había pinchado al poner la alambrada. Quizá fuera verdad. George Udall, que en
tiempos más normales era el superior inmediato de Brodsky, se cubría la calva con un
gorro de punto que le daba aspecto de rapero blanco madurito. Quizá debajo sólo
hubiera piel, pero ¿no hacía un poco de calor para llevar gorro? Sobre todo de punto.
—Un dólar más —dijo Howie Everett.
—Lo veo —dijo Danny O'Brian.
Lo mismo hicieron Parsons y Udall. Cambry casi no lo oyó. Acababa de
aparecérsele la imagen mental de una mujer con un niño en brazos corriendo por la
nieve del cercado, y de un soldado convirtiéndola en antorcha de napalm. Cambry se
estremeció de espanto, considerando que la imagen nacía de su sentimiento de culpa.
—Gene —dijo Al Coleman—, ¿Tú qué haces?
—¿Qué es eso? —preguntó Howie con ceño.
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