Page 412 - El cazador de sueños
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—¿Qué es qué? —dijo Ted Trezewski.
—Escucha y lo oirás —repuso Howie.
«Polaco atontado»: Cambry oyó mentalmente la coletilla inexpresa, pero no le dio
importancia. Prestando atención se oía el cántico con gran claridad, por encima del
viento y ganando fuerza con rapidez.
—¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora! ¡AHORA! Procedía del establo, justo detrás
de donde estaban ellos.
—¿Qué coño pasa ahora? —preguntó Udall, intrigado y parpadeando ante el
revoltijo de cartas, ceniceros, fichas y dinero que había en la mesa. De repente, Gene
Cambry entendió que debajo de aquella ridiculez de gorra sólo había piel. En
principio, el mando del grupito le correspondía a Udall, pero no se enteraba de nada.
No veía los puños en alto, ni oía la poderosa voz mental que dirigía el cántico.
Cambry vio inquietud en los rostros de Parsons, Everett y Coleman. Ellos
también lo veían. Fue saltando de uno a otro la comprensión, mientras los que no
estaban contagiados ponían cara de perplejidad.
—Van a salir, los muy hijos de puta —dijo Cambry.
—No digas chorradas, Gene —dijo George Udall—. ¡Si no tienen ni idea de la
que les espera, y encima son civiles! Sólo se están desfo…
Cambry se perdió el final de la frase, porque una palabra (AHORA) le estaba
partiendo el cerebro como una sierra. Ray Parsons y Al Coleman hicieron sendas
muecas. Howie Everett gritó de dolor llevándose las manos a las sienes, mientras le
chocaban las rodillas con la mesa y lo dejaban todo perdido de fichas y cartas. En la
estufa aterrizó un billete de dólar y empezó a arder.
—¡Me cago en la leche! ¡Mira lo que has…! —empezó a decir Ted.
—Ya vienen —dijo Cambry—. Vienen hacia aquí.
Parsons, Everett y Coleman saltaron de sus sillas y fueron en busca de las
carabinas M-4 que tenían apoyadas detrás del perchero de Gosselin. Los demás, que
seguían sin enterarse de nada, les miraban con sorpresa. Justo entonces se oyó un
impacto descomunal, el de sesenta o más prisioneros forzando las puertas del establo.
Estaban atrancadas por fuera con cerrojos de acero de fabricación militar. Los
cerrojos resistieron, pero la madera vieja cedió con un crujido de astillas.
Los reclusos se abalanzaron por el hueco al grito de «¡ahora! ¡ahora!», pisoteando
entre la nieve a varios de los suyos.
Cambry también se abalanzó, pero hacia los fusiles de asalto. De repente le
arrebataron el que había cogido.
—Mamón, que es el mío —rugió Ted Trezewski.
Entre las puertas destrozadas del establo y el fondo de la tienda había menos de
veinte metros de distancia. La multitud los cubrió gritando ¡AHORA! ¡AHORA!
¡AHORA!
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