Page 414 - El cazador de sueños
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Cuando se disparó la alarma y se encendieron los focos de emergencia, iluminando lo
poco que quedaba por iluminar en aquel pedazo de tierra dejado de la mano de Dios,
a Kurtz sólo le faltaba por ponerse una bota. Su reacción, ni de sorpresa ni de
disgusto, se limitó a una mezcla de alivio y desilusión. Alivio por tener delante, sin
disimulos, lo que le había puesto los nervios tan de punta. Desilusión por que el
follón no hubiera tardado un par de horas más en desencadenarse. Dos horas más y
podría haber hecho cuadrar las cuentas de la transacción.
Empujó la puerta de la caravana con la mano derecha, conservando la otra bota en
la izquierda. Llegaba del establo un bramido salvaje, un grito de guerra de los que le
tocaban la fibra en cualquier circunstancia. El vendaval lo atenuaba un poco, pero no
mucho. Por lo visto actuaban de mutuo acuerdo. De entre sus rangos timoratos y bien
alimentados, rangos de «aquí no puede pasar», había surgido un Espartaco. ¡Y
parecían tontos!
Es la telepatía del carajo, pensó. Su intuición, siempre tan fabulosa, le dijo que
era un problema grave, que estaba viendo irse al garete toda una operación, pero
Kurtz sonreía a pesar de los pesares, pensando: sólo puede ser la telepatía del carajo.
Se han olido lo que les esperaba… y alguien ha decidido tomar medidas.
Mientras estaba asomado, por las puertas del establo, desgoznadas y hechas
astillas, irrumpió una masa anárquica de individuos con parkas y gorros naranjas.
Uno de ellos cayó en una tabla rota y quedó empalado a la manera de un vampiro.
Otros tropezaron con la nieve y fueron pisoteados. Ahora estaban encendidas todas
las luces, y Kurtz tenía la sensación de asistir a un combate de boxeo desde primera
fila. Lo veía todo.
Fueron despegando sucesivos escuadrones con dotaciones de cincuenta o sesenta
hombres, y, con la disciplina de unas prácticas aéreas, cargaron contra la cerca por
ambos lados de la mísera tienducha. O no sabían que el alambre liso condujera una
dosis letal de electricidad, o no les importaba. El resto, el grueso de los efectivos,
embistió directamente la parte trasera de la tienda. Se trataba del punto más débil del
perímetro, pero no importaba. Kurtz preveía que no quedaría nada en pie.
A la hora de hacer planes para cualquier eventualidad, no le había pasado por la
cabeza nada así: doscientos o trescientos guerreros otoñales con sobrepeso formando
una carga banzai. Les había creído incapaces de cualquier otra cosa que de quedarse
quietecitos exigiendo un juicio justo hasta el momento mismo de pasar por la
barbacoa.
—No está mal, chavales —dijo.
Olió que empezaba a quemarse algo más (su puta carrera, probablemente), pero
bueno, de alguna manera había que acabar, y ¡vaya operación había escogido para
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