Page 409 - El cazador de sueños
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Henry pasó al interior y envió la imagen de un remolino de gente gritando. El
           fuego líquido traspasaba el techo en llamas por una serie de agujeros y prendía en el
           heno de los pajares. Aquí un hombre con el pelo ardiendo, allá una mujer a quien

           estaba quemándose la parka de esquiar, que conservaba como adorno los tickets de
           varios telesillas.
               Henry, y sus amigos cogidos de la mano, se habían convertido en el centro de

           atención.  Los  únicos  en  recibir  las  imágenes  eran  los  telépatas,  pero  el  índice  de
           infectados del establo podía ascender perfectamente al sesenta por ciento, y el resto
           no  dejaba  de  mostrarse  sensible  al  pánico.  La  marea  creciente  levanta  todas  las

           barcas.
               Estrechando las manos de Bill y Marsha, Henry volvió a sintonizar las imágenes
           del  exterior  del  establo.  Fuego,  un  cerco  de  soldados  y  una  voz  amplificada

           impartiéndoles órdenes de que no dejaran salir a nadie.
               Ahora los prisioneros estaban de pie, y en el murmullo general cada vez se notaba

           más miedo. (La excepción eran los telépatas profundos, que se limitaban a mirar a
           Henry con fijeza y una expresión de angustia en sus caras manchadas por el byrus.)
           Les mostró el establo como una gran tea en la nevada nocturna, el viento convirtiendo
           el incendio en explosión, en tormenta de fuego, y las mangueras de napalm que no le

           daban  tregua,  mientras  seguían  las  exhortaciones  de  la  voz.  ASÍ,  MUY  BIEN,  A
           TODOS. QUE NO SE ESCAPE NI UNO. ¡SON EL CÁNCER, Y NOSOTROS LA

           CURA!
               Henry, cuya imaginación había llegado a su cénit y se nutría de sí misma en una
           especie de frenesí, envió imágenes de la poca gente que lograba encontrar salidas o
           escabullirse por las ventanas. Muchos ardían. Había una mujer con un niño en brazos.

           Los  soldados  ametrallaban  a  todos  menos  a  la  mujer  y  el  niño,  que  al  correr  se
           convertían en antorchas de napalm.

               —¡No! —exclamaron varias mujeres al unísono.
               Con una mezcla de angustia y admiración, Henry se dio cuenta de que todas le
           habían puesto su propia cara a la mujer que se quemaba, incluidas las que no tenían
           hijos.

               Ahora  estaban  de  pie  y  se  arremolinaban  como  ganado  en  una  tormenta.  Era
           necesario moverles antes de que tuvieran tiempo de pensárselo, no ya dos veces sino

           una.
               Reuniendo la fuerza de las mentes conectadas a la suya, les envió una imagen de
           la tienda.

               ¡POR ALLÍ! ¡ES VUESTRA ÚNICA OPORTUNIDAD! ¡SI PODÉIS, PASAD
           POR  LA  TIENDA,  Y  SI  ESTÁ  BLOQUEADA  LA  PUERTA  DERRIBAD  LA
           ALAMBRADA!  ¡NO  OS  PARÉIS,  NI  DUDÉIS!  ¡METEOS  EN  EL  BOSQUE!

           ¡ESCONDEOS  EN  EL  BOSQUE!  ¡VIENEN  A  INCENDIARLO  TODO,  EL




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