Page 441 - El cazador de sueños
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Como en el restaurante del área de servicio casi no había clientes, Darlene volvió
           en un santiamén. Jonesy tuvo la ocurrencia de comprobar si podía apoderarse de su
           propia boca bastante tiempo para decir algo insultante (por ejemplo sobre el pelo),

           pero no lo consideró oportuno.
               Darlene  le  dejó  el  plato  en  la  mesa  y  se  marchó,  no  sin  mirarle  con  cara  de
           sospecha; la misma que sintió el señor Gray al ver por los ojos de Jonesy la masa

           amarilla  de  huevos  y  las  tiras  oscuras  de  beicon  (no  sólo  pasadas,  sino  casi
           incineradas, en la mejor tradición de Dysart's).
               «Adelante, coma», dijo Jonesy.

               Estaba de pie al lado de la ventana del despacho, observando ya la expectativa,
           entre divertido y curioso. ¿Había alguna posibilidad de que los huevos con beicon
           mataran  al  señor  Gray?  Probablemente  no,  pero  al  menos  era  una  manera  de

           provocarle un buen cólico al muy cabrón de su secuestrador.
               El señor Gray consultó los archivos de Jonesy que versaban sobre el uso correcto

           de la cubertería. A continuación levantó un trocito de huevo revuelto con el tenedor y
           lo introdujo en la boca de Jonesy.
               Ocurrió algo tan digno de sorpresa como de hilaridad: el señor Gray comía a dos
           carrillos, y las únicas pausas que hacía eran para inundar las creps de falso jarabe de

           arce. Le encantaba todo, pero en especial el beicon.
               «¡Carne!  —le  oyó  exultar  Jonesy.  Casi  era  la  voz  de  un  monstruo  de  película

           cutre de los años treinta—. ¡Carne! ¡Carne! ¡Es el sabor de la carne!»
               Tenía  su  gracia…  aunque,  pensándolo  bien,  tampoco  tanta.  Hasta  resultaba  un
           poco horrible. El grito de alguien recién convertido en vampiro.
               El señor Gray miró alrededor para cerciorarse de que no le observase nadie (ahora

           el agente atacaba una porción grande de pastel de cerezas), levantó el plato y chupó la
           grasa que caía con generosos lengüetazos de la lengua de Jonesy. El toque final fue

           lamerse el pegajoso jarabe de las puntas de los dedos.
               Darlene volvió, sirvió más café, miró los platos vacíos y dijo:
               —¡Hombre, medalla para el caballero! ¿Quiere algo más?
               —Más beicon —dijo el señor Gray, y tras consultar la terminología correcta en

           los archivos de Jonesy añadió— : Ración doble.
               Así te atragantes, pensó Jonesy, aunque ya no tenía muchas esperanzas.

               El señor Gray se puso dos sobres de azúcar en el café, miró la sala para estar
           seguro  de  no  ser  visto  y  se  echó  al  gaznate  el  contenido  del  tercero.  Por  unos
           segundos  se  entrecerraron  los  ojos  de  Jonesy,  mientras  el  señor  Gray  se  dejaba

           inundar por la gozosa dulzura.
               «Puede comerlo cada vez que le apetezca», dijo Jonesy por la puerta.
               Pensó que ahora ya conocía la sensación de Satán al llevarse a Jesús a la cima de

           la montaña y tentarle con todas las ciudades del mundo. Nada especial, ni agradable




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