Page 445 - El cazador de sueños
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           El  instituto  de  Derry  tiene  detrás  el  campo  de  fútbol  americano  donde  solía  jugar
           Richie  Grenadeau,  pero  ahora  Richie  lleva  cinco  años  en  su  tumba  de  héroe

           adolescente: otro James Dean de provincias muerto en accidente de coche. Entretanto
           han aparecido otros héroes, que después de unos pases han ido haciendo mutis por el
           foro. Resulta, además, que no ha empezado la temporada. Es primavera, y el campo

           está ocupado por algo que parece una congregación de pájaros, muy grandes, rojos y
           con la cabeza negra. Los cuervos mutantes ríen y conversan en sus sillas plegables,

           pero al director, el señor Trask, no le cuesta nada que le oigan, porque ocupa el podio
           del improvisado escenario y está en posesión del micro.
               —¡Otra cosa antes de dejaros marchar! —truena—. No os diré que no tiréis el
           birrete al final de la ceremonia, porque tengo bastantes años de experiencia para saber

           que sería como hablar con una pared…
               Risas, vítores, aplausos.

               —¡Lo que os pido es recogerlos y devolverlos, porque, si no, os los cobraremos!
               Algunos abucheos y pedorretas, la más ruidosa la de Beaver Clarendon.
               El señor Trask realiza su última inspección del público.
               —Jóvenes de la promoción del ochenta y dos, creo hablar en nombre de todo el

           profesorado si os digo que estoy orgulloso de vosotros. Con esto se acaba el ensayo, o
           sea, que…

               A pesar de la amplificación, el resto es inaudible. Los cuervos rojos se levantan
           con  aletazos  de  nailon  y  emprenden  el  vuelo.  Mañana  a  mediodía  abandonarán  el
           nido  de  veras;  aunque  no  se  den  cuenta  los  tres  cuervos  que  siembran  de  risas  y
           bromas  el  camino  hacia  el  aparcamiento  donde  está  el  coche  de  Henry,  a  la  fase

           infantil de su amistad sólo le quedan unas horas de vida. Probablemente sea mejor
           que no se den cuenta.

               Jonesy le quita a Henry el birrete, se lo pone encima del suyo y se aleja a toda
           leche por la zona de estacionamiento.
               —¡Devuélvemelo, mamón! —exclama Henry.

               Después le quita a Beaver el suyo. Beav suelta un graznido de gallina, se ríe y
           sale corriendo en persecución de Henry. Los tres sobrevuelan el césped de detrás de
           las  gradas,  con  un  remolino  de  togas  alrededor  de  los  vaqueros.  Jonesy  tiene  dos

           birretes en la cabeza, con las borlas bailando en sentidos opuestos; Henry lleva uno
           (que le va tan grande que se le apoya en las orejas), y Beaver corre con la cabeza
           descubierta, la larga y negra cabellera al aire, y en la boca un mondadientes.

               Jonesy corre mirando hacia atrás, provocando a Henry («¡venga, que corres como
           las  nenas!»),  y  está  a  punto  de  chocar  con  Pete,  que  se  ha  detenido  para  mirar  el
           tablón de anuncios acristalado que hay en la entrada norte del aparcamiento. Este año,



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