Page 494 - El cazador de sueños
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—¡Dejadme venir! —exclamó ella—. ¡No tengo a nadie más!
—Ama —dijo Duddits, con una voz que no tenía nada de infantil—. Tute…
queda.
Ella le miró fijamente, y se le aflojó toda la cara.
—Bueno —dijo—. Sólo un minuto, que tengo que ir a buscar algo.
Entró en la habitación de Duddits, volvió con una bolsa de plástico y se la dio a
Henry.
—Son las pastillas —dijo—. A las nueve tiene que tomarse la Prednisona. Que no
se te olvide, porque entonces le cuesta respirar y le duele el pecho. Si pide un
Percocet, que casi seguro que lo pedirá, porque lo pasa mal con el frío, se lo das.
Miró a Henry con pena, pero sin reproche. Henry casi lo habría preferido. Nunca
había hecho nada que le diera tanta vergüenza, y no sólo porque Duddits tuviera
leucemia, sino por haberla tenido tanto tiempo sin que se enterara ninguno de los
cuatro.
—También puedes ponerle glicerina, pero sólo en los labios, porque ahora le
sangran mucho las encías y le escuece. Te he puesto algodón por si le sangra la nariz.
Ah, y el catéter. ¿Ves que lo tiene en el hombro?
Henry asintió con la cabeza. Un tubo de plástico sobresaliendo de unas vendas. Al
mirarlo tuvo una sensación extraña y muy potente de dejà vu.
—Si salís, que esté tapado… El doctor Briscoe se ríe, pero siempre tengo miedo
de que se meta el frío por el tubo. Con que le pongáis una bufanda… o un pañuelo,
no sé…
Volvía a llorar, y se le escapaban los sollozos.
—Roberta… —dijo Henry, que ahora también miraba el reloj.
—Tranquila —dijo Owen—, que yo cuidé a mi padre hasta que se murió, y ya sé
cómo hay que dar la Prednisona y el Percocet.
Eso y otras cosas: esteroides y analgésicos más potentes. Después marihuana y
metadona, y, al final de todo, morfina pura, mucho mejor que la heroína. Morfina: el
motor último modelo de la muerte.
Entonces notó a Roberta en su cabeza. Era una sensación extraña, un cosquilleo
como de pies desnudos que casi no pesaran. Extraña pero no desagradable. Roberta
intentaba averiguar si era verdad o mentira lo que había dicho de su padre. Owen
comprendió que era el regalito que le había hecho un hijo fuera de lo común, y que lo
usaba desde hacía tanto tiempo que ya no se daba cuenta… como Beaver, el amigo de
Henry, mordiendo los palillos. No era tan potente como lo de Henry, pero existía, y
Owen se alegró más que nunca en su vida de haber dicho la verdad.
—Pero no era leucemia —dijo ella.
—No, cáncer de pulmón. Señora Cavell, tenemos que…
—Aún tengo que traerle otra cosa.
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