Page 527 - El cazador de sueños
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           Jonesy  no  podía  seguir  sentado  al  escritorio,  porque  empezaría  a  lloriquear;  del
           lloriqueo pasaría al berreo, del berreo al pataleo, y se arriesgaba a que el pataleo le

           hiciera  salir  y  echarse  en  brazos  del  señor  Gray,  tarado  perdido  y  a  punto  para  la
           extinción.
               ¿Y ahora dónde estamos?, se preguntó. ¿Ya hemos llegado a Marlborough? ¿Ya

           hemos salido de la 495 para coger la 90? Sí, yo diría que sí.
               Claro que con la persiana era imposible cerciorarse. Jonesy miró la ventana… y

           no pudo evitar una sonrisa. ¡Qué remedio! Ahora, en lugar de RÍNDETE Y SAL,
           ponía lo que había pensado él:
               RÍNDETE, DOROTHY.
               Lo  he  hecho  yo,  pensó,  y  seguro  que  si  quisiera  podría  hacer  desaparecer  la

           persiana.
               Muy bien, y ¿entonces qué? El señor Gray instalaría otras, o se contentaría con

           embadurnar el cristal con pintura negra. Mientras quisiera evitar que Jonesy mirara
           afuera, Jonesy seguiría igual de ciego. La cuestión era que el señor Gray controlaba
           su parte exterior. Le había explotado la cabeza, había esporulado en las narices de
           Jonesy (el doctor Jekyll convirtiéndose en Mr. Byrus), y Jonesy le había inhalado.

           Ahora el señor Gray era… Un incordio, pensó Jonesy.
               La idea suscitó un conato de protesta; no sólo eso, sino que Jonesy tuvo una idea

           coherente en contra («no; es al revés; el que ha salido, el que se ha escapado has sido
           tú»), pero la rechazó. Eran chorradas seudointuitivas, alucinaciones cognitivas que no
           se diferenciaban mucho de los oasis que hacía ver la sed en el desierto. Él estaba
           encerrado. El señor Gray estaba fuera comiendo beicon y llevando la batuta. Dejarse

           convencer por ideas así era como hacerse una inocentada a sí mismo.
               Tengo que hacer que vaya menos deprisa, pensó. Ya que no puedo pararle, ¿no

           habrá alguna manera de poner una piedra en el engranaje?
               Se levantó y empezó a dar vueltas por el perímetro del despacho. Eran treinta y
           cuatro pasos. ¡Coño, qué ronda más corta! Aunque bueno, supuso que era más que en

           las celdas normales de cárcel. A los de Walpole, Danvers o Shawshank les habría
           parecido  de  puta  madre.  En  medio  de  la  habitación  bailaba  y  daba  vueltas  el
           atrapasueños.  Una  parte  del  cerebro  de  Jonesy  contaba  los  pasos,  y  la  otra  quería

           saber cuánto faltaba para que llegaran a la salida 8 de Mass Pike.
               Treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro. Ya volvía a estar detrás
           de la silla, listo para la segunda vuelta.

               Tardarían muy poco en llegar a Ware, y no se detendrían. A diferencia de la rusa,
           el señor Gray tenía muy claro adonde quería ir.
               Treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y seis. Otra



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