Page 524 - El cazador de sueños
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           Más allá de los triunfos y fracasos de la llamada «presidencia de Florida» (cuestión
           de  la  que  queda  casi  todo  por  escribir),  hay  algo  que  no  puede  negarse:  aquella

           mañana de noviembre, con su discurso, el presidente acabó con el «pánico espacial».
               Respecto a por qué funcionó el discurso hubo diversas opiniones («más que dotes
           de  liderazgo,  fue  elegir  bien  el  momento»,  dijo,  desdeñosa,  una  voz  crítica),  pero

           funcionó. Hubo gente que ya había emprendido la huida, pero que tenía tanta hambre
           de noticias claras que salió de la carretera para ver hablar al presidente. Las tiendas

           de electrodomésticos de los centros comerciales se llenaron de gente silenciosa y muy
           atenta. En las estaciones de servicio de la interestatal 95 cerraron las tiendas, y se
           instalaron  televisores  al  lado  de  las  cajas  registradoras  inactivas.  Se  llenaban  los
           bares. En muchas partes hubo gente que abrió las puertas a cualquier persona que

           quisiera oír el discurso. Podrían haberlo escuchado por la radio del coche (como fue
           el caso de Jonesy y el señor Gray), y así no habrían tenido que parar, pero sólo lo hizo

           una minoría. En general había ganas de verle la cara al líder. Según los detractores del
           presidente,  el  único  efecto  del  discurso  fue  romper  la  inercia  del  pánico.  «En  un
           momento así podría haber salido Porky a hacer un discurso y habría conseguido el
           mismo  resultado»,  opinó  uno  de  ellos.  Distinto  parecer  expresó  otro:  «Era  el

           momento decisivo de la crisis. Debía de haber unas seis mil personas yendo en coche.
           Si el presidente hubiera dicho algo mal, por la tarde habrían sido seis mil por dos, y a

           saber  si  para  cuando  llegase  la  oleada  a  Nueva  York  (la  mayor  cantidad  de
           desplazados  desde  la  recesión  de  los  treinta)  no  habrían  sido  seiscientos  mil.  Los
           americanos, sobre todo los de Nueva Inglaterra, acudieron al presidente que habían
           elegido por la mínima buscando ayuda, consuelo, seguridad… y él reaccionó con un

           discurso a la nación que puede haber sido el mejor de la historia. Así de sencillo.»
               La cuestión, sencilleces, sociología y liderazgos al margen, fue que el discurso se

           ajustó bastante a las expectativas de Owen y Henry, mientras que Kurtz podría haber
           adivinado cada palabra, cada expresión. El discurso giró en torno a dos ideas simples,
           presentadas como hechos irrefutables y calculadas para paliar el miedo que palpitaba

           en el pecho del americano medio, tan satisfecho, por lo general. La primera idea era
           que,  aunque  los  visitantes  no  hubieran  venido  con  ramitas  de  olivo  y  regalos,
           tampoco  habían  dado  ninguna  muestra  de  comportamiento  agresivo  u  hostil.  La

           segunda,  que,  si  bien  eran  portadores  de  una  especie  de  virus,  se  había  logrado
           confinarlo a la zona de Jefferson Tract. (El presidente la señaló en una pantalla con la
           pericia de un meteorólogo indicando una zona de bajas presiones.) No sólo estaba

           aislado, sino que se moría solo, sin intervención de los científicos y expertos militares
           que habían acudido a la zona.
               «Aún  no  está  comprobado  del  todo  —dijo  el  presidente  a  una  audiencia  sin



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