Page 528 - El cazador de sueños
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vez con el respaldo delante, listo para otra ronda.
               A los treinta años, él y Carla ya eran padres de tres hijos (el cuarto lo habían
           tenido hacía menos de un año), sin esperanzas a corto plazo de comprarse una casa de

           campo, aunque fuera tan modesta como la de Ware, en Osborne Road. Un buen día,
           el departamento de Jonesy había sufrido un movimiento sísmico, y el nuevo director,
           amigo  de  Jonesy,  le  había  nombrado  profesor  adjunto  tres  años  antes  que  en  sus

           previsiones más optimistas. El sueldo había experimentado un salto considerable.
               Treinta y cinco, treinta y seis, treinta siete, treinta y ocho, y otra vez detrás de la
           silla. Le estaba sentando bien. Era un simple paseo por la celda, pero le tranquilizaba.

               El  mismo  año  se  había  muerto  la  abuela  de  Carla,  y,  como  en  la  generación
           intermedia  no  quedaba  vivo  ningún  pariente  cercano,  ella  y  su  hermana  se  habían
           repartido  una  herencia  respetable.  La  casa  se  la  habían  comprado  entonces,  y  el

           primer verano se habían llevado a los críos a la presa de Winsor, a una visita guiada.
           El  guía,  un  funcionario  con  uniforme  verde,  les  había  contado  que  ahora  los

           alrededores del embalse habían recuperado la condición de naturaleza virgen, y que
           era donde anidaban más águilas en toda Massachusetts. (John y Misha, los mayores
           de los tres niños, esperaban ver alguna, pero se habían quedado con las ganas.) El
           embalse se había hecho en los años treinta inundando tres comunidades de granjeros,

           cada  una  con  su  pueblecito.  Entonces  las  tierras  de  alrededor  del  nuevo  lago  aún
           acusaban  la  mano  del  hombre,  pero  en  sesenta  y  pico  años  habían  recuperado  el

           aspecto que debía de tener toda Nueva Inglaterra antes del siglo XVII, el del inicio de
           los cultivos y las primeras industrias. Al este del lago (que era uno de los embalses de
           aguas más puras de toda Norteamérica, según el guía) había una red de caminos sin
           asfaltar,  pero  nada  más.  El  que  quisiera  alejarse  mucho  del  tubo  12  tendría  que

           ponerse botas de montaña. Lo había dicho el guía, que se llamaba Lorrington.
               En  la  visita  guiada,  aparte  de  la  familia  de  Jonesy,  participaban  unas  doce

           personas. Casi habían vuelto al punto de partida. Estaban al borde de la carretera que
           cruzaba la presa de Winsor, mirando hacia el norte del embalse (con el azul intenso
           del Quabbin, el sol erizándolo con miríadas de puntos de luz, y Jonesy con Joey en la
           espalda, durmiendo como un tronco). Justo cuando Lorrington se disponía a cortar el

           rollo y despedirse, había levantado alguien la mano como un niño en el colé y había
           dicho: «¿En el tubo 12 no es donde una rusa…?»

               Treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y uno, y otra vez a la silla.
           Siempre  hacía  lo  mismo:  contar  sin  fijarse  en  los  números.  Según  Carla  era  algo
           obsesivo-compulsivo.  A  saber.  Lo  que  tenía  claro  Jonesy  era  que  le  tranquilizaba,

           conque inició otro circuito.
               Oyendo la palabra «rusa», Lorrington había apretado los labios. Se veía que no
           formaba parte de la conferencia, que no cuadraba con el buen recuerdo que quería

           que se llevaran la compañía de aguas. El agua corriente de Boston, dependiendo de




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