Page 556 - El cazador de sueños
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           —¡Notaquí! ¡Zeguí!
               Owen entendió bastante bien lo que decía Duddits. (En el fondo sólo había que

           acostumbrarse.) «¡No está aquí! ¡Seguid!»
               Se  metió  por  la  carretera  32,  mientras  Duddits  se  apoyaba  (o  se  caía)  en  el
           respaldo y sufría otro ataque de tos.

               —Mira —dijo Henry, señalando—. ¿Lo ves?
               Owen lo veía. Unos cuantos envoltorios aplastados contra el suelo por la fuerza

           del chaparrón. Y un tarro de mayonesa. Volvió a poner el Humvee en dirección al
           norte. Las gotas de lluvia que se estrellaban en el parabrisas tenían un peso especial,
           que reconoció: pronto volverían a helarse, y después, lo más probable era que nevase.
           Owen, que ahora estaba casi exhausto, y a quien el paso de la ola telepática había

           dejado un poco triste, descubrió que lo que más le indignaba era tener que morirse en
           un día así.

               —¿Ahora  a  cuánto  está?  —dijo,  sin  atreverse  a  preguntar  lo  que  de  veras
           importaba: «¿Ya es demasiado tarde?» Supuso que cuando lo fuera se lo diría Henry.
               —Ya ha llegado —dijo Henry, distraído.
               Se había girado hacia el asiento de atrás y le limpiaba la cara a Duddits con un

           trapo mojado. Duddits le miró con gratitud e intentó sonreír. Ahora tenía sudadas las
           mejillas, y se le habían agrandado tanto las ojeras que parecían ojos de mapache.

               —Pues, si ya ha llegado, ¿para qué nos hemos desviado? —preguntó Owen.
               Tenía puesto el Humvee a ciento diez por hora, lo cual, en aquel tramo de dos
           carriles tan resbaladizo, era muy, pero que muy peligroso. Sin embargo, ya no había
           alternativa.

               —No quería arriesgarme a que Duddits perdiera la línea —dijo Henry—. Si llega
           a perderla…

               Duddits exhaló un profundo suspiro, cruzó los brazos debajo del pecho y dobló el
           cuerpo. Henry, que seguía de rodillas en su asiento, le acarició la esbelta columna del
           cuello. —Tranquilo, Duds —dijo—, que estás bien.

               Pero  no,  no  lo  estaba,  y  tanto  Owen  como  Henry  lo  sabían  de  sobra.  Duddits
           Cavell  tenía  fiebre,  seguía  sufriendo  calambres  a  pesar  de  haberse  tomado  otra
           pastilla de Prednisona y dos Percocets más, y ahora escupía sangre por la boca con

           cada  tos.  Duddits  Cavell  estaba  muy  lejos  de  encontrarse  bien.  El  premio  de
           consolación era que la combinación Jonesy-Gray también se hallaba muy lejos del
           bienestar físico.

               Era el beicon. Ellos sólo habían querido recortar la ventaja del señor Gray, sin
           sospechar lo prodigiosa que resultaría ser su glotonería. El efecto sobre la digestión
           de Jonesy había sido bastante previsible. El señor Gray ya había vomitado en la zona



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