Page 561 - El cazador de sueños
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El señor Gray recorrió casi cinco kilómetros de East Street (con barro, baches y diez
centímetros de nieve reciente), hasta que se le atascó el vehículo en una falla
provocada por una alcantarilla obstruida. El animoso Subaru había cruzado varios
fangales al norte del dique de Goodnough, y había rascado de tal manera unas piedras
que le habían arrancado el silenciador y casi todo el tubo de escape, pero la última
falla fue la gota que colmó el vaso. El coche se metió de morro en la grieta y chocó
con la tubería, con el motor haciendo un ruido de mil demonios, ahora que ya no
tenía silenciador. El cuerpo de Jonesy se proyectó hacia adelante, trabando el cinturón
de seguridad. La presión en el diafragma le obligó a vomitar en el salpicadero, pero
sólo escupió hilos de bilis y saliva, debido a que ya no quedaba nada sólido. Durante
un momento se puso todo en blanco y negro, y el traqueteo salvaje del motor se
perdió en la distancia. El señor Gray se empeñó en no perder la conciencia,
aferrándose a ella con uñas y dientes, porque tenía miedo de que Jonesy aprovechara
el desmayo, por breve que fuera, para recuperar el control.
El perro gimió. Seguía teniendo los ojos cerrados, pero sufría convulsiones en las
patas traseras y se le movían las orejas. Tenía la barriga hinchada, y ondas le surcaban
la piel. Se acercaba el momento.
Poco a poco volvieron el color y la realidad. El señor Gray respiró hondo varias
veces para imponer algún rastro de serenidad a un cuerpo mareado y sin fuerzas.
¿Cuánto faltaba para llegar? Dudaba que fuera mucho, pero, si era verdad que se le
había quedado atascado el coche, tendría que caminar… y el perro no podía. Tenía
que seguir durmiendo, y el peligro de que despertara ya era bastante grande.
Acarició la zona de su cerebro rudimentario que controlaba el sueño, mientras se
limpiaba la boca de saliva. Una parte de su mente tenía presente a Jonesy, tan
recluido como antes, igual de ciego a lo de fuera, pero acechando cualquier
oportunidad de sabotear la misión. Aunque pareciera increíble, otra parte de la misma
mente pedía más comida: beicon, ni más ni menos que la causa de su intoxicación.
«Duerme, bonito.» Hablaba tanto al perro como al byrum. Y escuchaban ambos.
Lad dejó de quejarse, y no movió las patas. El movimiento de debajo de la piel de la
barriga fue haciéndose más lento… más lento… y cesó. No sería una calma duradera,
pero de momento iba todo bien. Dentro de lo posible.
«Ríndete, Dorothy.»
—¡Calla! —dijo el señor Gray—. ¡Tócame los perendengues! Dio marcha atrás al
Subaru y pisó el acelerador. El estruendo del motor espantó a los pájaros de los
árboles, pero no sirvió de nada. Las ruedas de delante estaban muy metidas; las de
detrás giraban sin tocar el suelo.
—¡Mierda! —exclamó el señor Gray, dando un puñetazo al volante con el puño
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