Page 552 - El cazador de sueños
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El loco sacó un billetero hecho polvo, lo abrió y se pasó una eternidad buscando.
           Al  inclinarse  le  caía  un  hilo  de  saliva.  Al  final  sacó  tres  dólares  y  los  dejó  en  el
           mostrador. La cartera volvió al bolsillo. El loco hurgó en sus vaqueros mugrientos,

           sacó calderilla y dejó tres monedas en la alfombrilla. Dos de veinticinco y uno de
           diez.
               —Yo de propina doy el veinte por el ciento —dijo el cliente con evidente orgullo

           —. Jonesy da el quince. Esto es mejor. Es más.
               —Sí, claro —susurró Deke con la nariz llena de sangre.
               El hombre de la chaqueta naranja se quedó con la cabeza inclinada. Deke le oía

           comparar despedidas, y tuvo ganas de gritar. Al final dijo el hombre:
               —Que pase un buen día. —Otra pausa, y a continuación—: Oiga, no se le ocurra
           llamar a nadie.

               —Descuide.
               —¿Me lo jura por Dios?

               —Se lo juro por Dios.
               —Yo soy como Dios —comentó el cliente.
               —Ya. Si usted lo…
               —Como llame a alguien, me enteraré, y volveré para darle su merecido.

               —¡Que no, que no llamaré!
               —Buena idea.

               Abrió la puerta. Sonó la campanilla. Salió.
               Deke  se  quedó  unos  segundos  donde  estaba,  como  pegado  al  suelo.  Después
           corrió alrededor del mostrador y se dio un golpe en el muslo con la esquina. Por la
           noche le habría salido un morado enorme, pero de momento no le dolía. Corrió el

           pestillo y miró por el cristal. El coche aparcado delante era una mierdecita de Subaru
           con salpicones de barro. El hombre se puso la compra en un brazo, abrió la puerta y

           se sentó al volante.
               Arranque y váyase, pensó Deke. Por favor, váyase. Por amor de Dios.
               Pero el hombre no se marchó, sino que cogió algo (el pan), abrió la bolsa y sacó
           unas doce rebanadas. A continuación destapo el tarro de mayonesa y, usando el dedo

           de cuchillo, empezó a untar las rebanadas de pan. Después de acabar cada rebanada
           se chupaba el dedo, y a cada ocasión cerraba los ojos, echaba la cabeza hacia atrás y

           le aparecía en la cara una expresión de éxtasis que irradiaba desde la boca. Cuando se
           hubo comido todo el pan, cogió uno de los paquetes de carne y desgarró el papel.
           Después abrió el envoltorio interior de plástico con los dientes, sacó el medio kilo de

           beicon,  lo  dobló,  lo  puso  encima  de  una  rebanada  de  pan  y  colocó  otra  encima.
           Mordió el bocadillo con hambre de lobo, sin que en ningún momento desapareciera
           su expresión de gozo divino. Era la cara de alguien dándose el gran ágape de su vida.

           Cada vez que engullía un mordisco enorme, se le movía el cuello. El bocadillo sólo




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